EL VESTIDO

—¿Qué pasó, mamá? ¿Por qué me llamaste? —Su mirada se deslizó, con cierto desdén, por las desnudas paredes de la habitación.

—Hola, hija, qué bueno que llegaste. Quiero que veas algo —contestó su madre, sin percatarse del mohín de su boca—. Lo usé en mi boda. Está como nuevo. Durante todo este tiempo lo he estado guardando para ti. Para tu gran noche.

Elisa miró atentamente lo que su madre había sacado del ropero; un precioso terno blanco. El jubón, esa especie de solapa cuadrada que forma el escote y deja ver el cuello y los brazos, estaba bordado de flores con un trabajo tan fino que solo una mujer maya podría haberlo hecho. El hipil, inmaculado, parecía recién bordado, y el justán, decorado al mismo estilo que el jubón, sobresalía por la parte de abajo. El fino rebozo blanco, de Santamaría, tenía una caída que hacía pensar en el agua que cae de una cascada. De la mano de su mamá pendía el rosario de filigrana. Notó los aretes, complemento del juego, en las orejas de su madre.

—Es muy lindo, pero no me va a venir. No tengo el cuerpo que tú tenías cuando te casaste.

—Pero hija, eso no es problema. Entre tu tía y yo lo ajustaremos. Te lo dejamos a la medida. Te verás preciosa con ese traje. Serás la novia más linda del pueblo.

Elisa rememoró la discusión que había tenido con su novio unos días atrás, por la boda. Él alegaba que no podían permitirse el lujo de nada elegante, que costaba mucho. Era mejor usar ese dinero para dar el enganche de una casa propia. Tenían la fortuna de que los amigos y familiares les estaban ayudando, pero no había necesidad de extralimitarse. Harían algo sencillo, en la capilla del pueblo, una comida en casa de sus papás y a empezar su vida juntos.

Recordó que se enojó mucho con semejante argumento. Ella había soñado toda su vida con esa ocasión. Antes de conocerlo ya estaba planeando la ceremonia y la fiesta. Quería destacar por su elegancia con un traje blanco, impresionante. Qué todo el pueblo comentara su boda durante años. Era su única oportunidad de lucirse ante sus amistades y parientes. No podía dejar pasar la ocasión. Lo del precio no era su problema. Él quería ser el hombre de la familia, así que le tocaba conseguir el dinero. Que ni se le ocurriera pensar que porque vivían en un pueblo pobre ella fuera a aceptar un casamiento sencillo.

—Con este traje se ahorrarán lo de tu vestido y podrán invertirlo en su casita. —La voz de su mamá la sacó de sus cavilaciones.

—Mamita, está precioso tu terno, pero yo quiero casarme con un vestido de diseñador. Quiero tener una boda elegante que se recuerde siempre.

—¡Ay, hija!, si no somos ricos, tu novio apenas tiene para que vivan los dos. ¿De dónde sacas esas ideas?

—Mira, madre, la verdad es que yo ya le dije a Fabio que si se quiere casar conmigo tiene que tratarme como una reina. Mis gustos son caros, pero yo lo valgo. Si necesita vender su auto para pagar todo pues que lo haga, pero no quiero que empecemos a pobretear desde ahora.

—¡Hija! ¿Quién te mete esas cosas en la cabeza? Siempre hemos sido pobres, pero nunca nos faltó lo indispensable. Así fuimos felices. ¿Por qué sales ahora con esas poses y exigencias? Tu novio es un buen muchacho, honrado y trabajador. Te quiere mucho. No puedes tratarlo de esa manera. Jamás has salido del pueblo, pero ya te sientes una reina europea.

—¡Pues por eso, mamá, por eso! Ya me cansé de ser pobre. Ya es hora de conocer otros lugares, de comer en restaurantes finos, de usar ropa elegante. Te quiero mucho, y a papá, pero esta es mi boda. Yo decido. No te quiero ofender, pero no voy a usar ese terno. No sé cómo lo va a conseguir Fabio, pero él tiene que resolverlo.

Salió sin despedirse. Se sentía muy ofendida. Casarse con un terno… Es cierto que estaba muy bonito, pero no era de su estilo. Ella tenía que estrenar un traje elegante, de esas tiendas caras de la ciudad. Empezó a imaginarlo, pieza por pieza, costura por costura. Los adornos, la caída, los bordados, el velo, la cofia. Podía ver todo con lujo de detalles; era un vestido precioso. Digno de las mejores novias.

Entró a su cuarto muy indignada y, al cerrar la puerta, lo vio. Colgaba de una argolla, de esas que se usan para las hamacas.

Lucía tal y como lo había imaginado. No le faltaba ni le sobraba nada. Estaba perfecto. A su lado, sobre una silla, estaban los zapatos, los aretes y el collar de perlas. Los guantes pendían del respaldo de la silla.

No podía apartar la vista del vestido. Lo tocaba, lo acariciaba, casi lo besaba. Volvía a acariciarlo, se alejó un par de pasos atrás para mirar el conjunto, se acercó para tocarlo de nuevo. Estaba en éxtasis.

No lo resistió. Tenía que probárselo. Aseguró la puerta; debía evitar alguna visita indiscreta. Se desnudó. Quitarle la cubierta de plástico que lo cubría fue una ceremonia. Con cuidado para no dañarlo. No debía arrugarse o tocar el suelo. Pesaba un poco, pero lo podía manejar.

Se metió en la prenda, que le quedó a la medida. Estaba hecho para ella. No le sobraba ni le faltaba nada, todo estaba ahí, en su lugar. Se calzó las zapatillas, sin medias, ¿quién se daría cuenta? Abrazaron sus pies con una caricia que la transportó a otro mundo. Los aretes y el collar se veían como soles enmarcando su rostro que brillaba de felicidad.

Los guantes le causaron una extraña sensación. Jamás había usado unos. Pero ajustaban perfectamente a sus manos, como si no los llevara puestos.

El velo fue el último paso. Al ponérselo su imaginación la transportó automáticamente a un salón de baile. Los invitados la miraban y admiraban. Fabio destacaba con su traje negro, camisa blanca, mancuernillas de oro y corbata azul.

Los acordes de la orquesta empezaron a sonar. Bailaron como las partículas de polvo que flotan en los rayos de luz. Se deslizaban sobre el piso del salón sin sentir los pies. Una pieza, luego otra, y otra más. Algo no estaba bien. Los invitados no bailaban, solo ellos. No reconocía a ninguno de los que estaban en el salón. Las parejas, elegantemente ataviadas, llevaban el ritmo de la música con las palmas, pero nadie se animaba a bailar. Solo los observaban y motivaban.

Las horas pasaban y no podía dejar de bailar. Sentía que sus piernas ya estaban cansadas, pero la música no se detenía y su novio tampoco. Quiso decirle que descansaran un momento, que por favor fueran a sentarse y al mirar su rostro ese no era Fabio, era su sombra.

Por la noche la señora tocó en la puerta de la habitación.

—¡Hija! ¿No vas a cenar? Ya es muy tarde. No has comido nada durante el día. ¿Quieres que te traiga algo para que comas en tu cuarto?

A los llamados solo respondió el silencio.

—Debe estar durmiendo. Hizo un coraje terrible. Nunca la había visto tan enojada. Deja que se le pase. Si siente hambre saldrá a comer algo durante la noche. —La voz de su esposo sonó a sus espaldas.

Se fueron a dormir. Llegaría el otro día. Ella estaría mejor y podrían hablar con más calma.

Los primeros rayos del sol despeinaron las copas de los árboles. Los pájaros organizaron su jornada mientras los demás animales salían a buscar el desayuno. Los gallos, cantando su melodía favorita, despertaron a los más dormilones porque que Kin, el dios sol, ya había asomado su cálida faz.

La mujer se levantó y fue a la cocina. Todo estaba tal y como lo había dejado la noche anterior. Se encaminó a la habitación de su hija. La puerta seguía bloqueada. No se escuchaba nada al otro lado. Insistió en sus llamados, pero no recibió respuesta alguna.

Se dirigió al patio donde su marido alimentaba a las gallinas.

—No salió en toda la noche. Es extraño. Ya me empiezo a preocupar. Lleva veinticuatro horas sin comer. Se va a enfermar.

—Si quieres abro la puerta, no hay problema.

—Sí. Es importante que la abras. No me importa si se molesta más. Debemos saber si no le pasó algo.

Entraron a la casa y, una vez junto a la habitación, el padre abrió la puerta de la manera más fácil: de una patada hizo saltar el pasador.

No vieron a ser humano alguno. El vestido estaba colgado de la pared, como el día anterior. Todo estaba tal y como Elisa encontró la habitación, pero sus padres no tenían manera de saberlo.

Miraban atónitos la ropa elegante que se encontraba colgando del gancho, con los accesorios en la silla. Jamás habían visto algo tan hermoso. Pero no tenían idea de cómo llegó ahí. Si su hija lo hubiera traído lo sabrían.

Además, ¿dónde estaba ella? Nunca había salido de su casa más de dos o tres horas.

Fueron a preguntar por el pueblo; sin embargo, no encontraron razón de su paradero. Nadie la había visto. Indagaron entre todos los vecinos, pero ni rastro de la muchacha. Al medio día el pueblo entero se había unido a la búsqueda. Unos por el cementerio, otros por la escuela, los jóvenes por la iglesia, al mismo tiempo que los del comisariado ejidal, junto con los policías, decidieron revisar en los montes cercanos. Todos estaban extrañados y preocupados. La conocían desde que nació. La querían, era una de ellos. Al anochecer se reunieron frente al terreno que se usaba como mercado. No tenían noticias. Recorrieron todos los lugares posibles y no la encontraron ni notaron algún indicio de su paradero. Acordaron continuar la búsqueda al día siguiente. Fabio se opuso, mientras más tiempo pasara menos posibilidades habría de encontrarla. ¿Y si tuviera hambre?, ¿y si estaba herida? Si nadie quería acompañarle él solo la buscaría toda la noche de ser necesario. Inútil fue intentar convencerlo porque estaba decidido a regresar al monte. Se organizaron guardias y un pequeño grupo de cazadores salió con él, a seguir buscando.

Al amanecer regresaron al pueblo, cansados y frustrados. Otros grupos continuaron donde ellos se habían quedado.

Durante tres días, con sus noches, la gente solo se ocupó en buscar a Elisa. No había señal alguna de su paradero. Parecía que se la hubiera tragado la tierra.

Al cuarto día, al regresar a su casa, la señora miró la habitación vacía de su hija. Todo estaba como lo había dejado. Bueno, no todo. El vestido había desaparecido, tal vez alguna otra enamorada soñaba con la boda del siglo.

—Viejo, ¿tú guardaste el vestido de novia que estaba ahí?

—¡No! No he entrado a esa habitación desde que la abrí. Alguien entró a la casa.

            —¡imposible! Cuando llegamos estaba puesto el candado, como yo lo dejé. Además, todos la están buscando. No hay extraños en el pueblo.

—¡Qué raro!

Un año después, el pueblo seguía sin saber qué sucedió con la muchacha. Fabio encontró otra chica y estaba preparando su boda. La gente siguió su vida, como si quisiera olvidar lo sucedido. No se habla de Elisa, no se quiere recordar esos días terribles. De vez en cuando, en las tardes calmas, cuando el viento parece dormir, se escucha un leve sonido, como música de baile, que nadie sabe de dónde viene.

Cada día, Elisa vistiendo su hermoso vestido de novia, sentada en las ramas de un enorme Yaxché, observa lo que sucede en el pueblo.

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En el idioma maya no existe la letra f, por lo que los mayahablantes pronuncian las palabras que tienen esa letra cambiándola por j. Así, por ejemplo, no dicen «Felipe», sino «Jelipe». Es por eso que, en el relato se habla del «justán» y no del «fustán»

En maya se llama Yaxché a la ceiba

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