Despertó con el rumor de la lluvia golpeando el techo de lámina y el silbido del viento colándose por una rendija mal sellada. El mundo parecía envuelto en una neblina espesa, como si el día dudara si debía comenzar.
Sofía estiró el cuerpo como un felino herido. Sentía cada músculo fatigado, pero no era un cansancio nuevo: era el mismo que llevaba meses —tal vez años— sedimentando en su espalda, en sus pies, en el centro mismo de su pecho.
Se incorporó despacio. El colchón flaco, sobre el piso de cemento, crujió como un suspiro resignado. En el cuarto no había mucho: una repisa improvisada con bloques y tablas que sostenía libros de botánica, cuadernos manchados con tierra, una lámpara con foco desnudo y una maceta con albahaca que sobrevivía a duras penas. En una esquina, la cafetera italiana, vieja y fiel, la esperaba.
Encendió la hornilla. El gas exhaló un pequeño estallido. El aroma del café comenzó a llenar el aire como una oración lenta.
Mientras el agua hervía, Sofía se miró en el espejo rajado de la pared. Morena, de piel canela, cabello rebelde hasta mitad de los hombros, ojos negros, vivos, profundos, soñadores. Tenía ojeras marcadas por el insomnio, una mancha oscura en la comisura de los labios que siempre olvidaba cuidar. No era hermosa al modo tradicional, pero había algo en ella —en la forma de alzar la ceja, en la cadencia firme de su andar— que hacía girar cabezas y callar conversaciones.
Se vistió con rapidez: jeans curtidos, una camiseta sin marca, botas que habían pisado más surcos que baldosas. Antes de salir, acarició las hojas de su albahaca.
—Aguanta, niña. Si yo puedo, tú también.
Cruzó la ciudad como una sombra que esquiva el reloj. Tomó dos camiones, caminó siete cuadras bajo la llovizna persistente y llegó a la facultad con los zapatos húmedos y los pensamientos dispersos. Las clases pasaron como una sucesión de palabras que intentaban colarse entre el ruido de su hambre y su insomnio.
Al mediodía, escapó a la biblioteca. No para estudiar. Para respirar.
Entre los anaqueles, el silencio tenía otra textura. El tiempo parecía detenerse.
Eligió un libro de poesía. No lo buscaba: él la eligió. Lo abrió al azar.
Entre dos páginas, una nota manuscrita, con tinta azul ya algo desvaída:
A veces lo más fértil nace del abandono.
No temas a lo que se marchita: hasta la ceniza alimenta.
Sofía leyó la frase tres veces. No era parte del libro. Era una voz que alguien había dejado ahí, como una semilla para quien supiera verla.
Sintió un leve temblor. Cerró el libro. Lo llevó consigo. No para estudiarlo. Sino para descubrir quién había dejado esa huella invisible.
Esa tarde, sin saber por qué exactamente, fue al café del centro.
Donde todo empezaría a germinar.
Era un café antiguo, con plantas en macetas colgantes y paredes cubiertas de fotografías sepia. Sofía lo había visto mil veces desde el autobús, pero nunca había entrado. Algo la empujó. Tal vez la nota. Tal vez el cansancio de no tener un lugar donde simplemente sentarse a existir.
Pidió un americano sin azúcar y se sentó junto a la ventana. La lluvia dibujaba caminos inciertos en el cristal. Fue entonces cuando lo vio.
Estaba solo, en una mesa al fondo. Un hombre de barba blanca de candado, camisa de lino, gafas gruesas que sostenía con dos dedos mientras leía un libro con la atención de quien está viajando. Ojos marrón muy oscuro, pestañas largas, cejas pobladas, boca pequeña, nariz recta. El mismo libro donde ella había encontrado la nota.
—¡Disculpe! —dijo ella sin pensarlo, acercándose—. ¿Ese libro… es suyo?
El hombre levantó la mirada. Sonrió apenas.
—Este libro es de todos, pero hoy es mío. ¿Por?
Ella mostró la nota. Él la leyó, sorprendido. Luego asintió, como si algo hiciera clic.
—La dejé hace años. Pensé que se había perdido. Me alegra que alguien la haya encontrado.
—Me encontró ella a mí.
Rieron. El gesto fue cálido. La invitó a sentarse. El café enfrente de ambos comenzó a enfriarse, pero la conversación se encendió. Hablaron de jardinería, de libros, de mujeres que caminan solas por la vida. Él era profesor jubilado, divorciado, y vivía solo. Le gustaban los silencios largos y los gatos ajenos. Ella le pareció fiera y dulce a la vez.
Esa tarde nació algo que ninguno nombró. Una costumbre, tal vez. Un pequeño ritual que se repitió los miércoles. Siempre a las cinco.
Pasaron las semanas. Sofía seguía corriendo entre clases, trabajos y cuentas por pagar. Pero a las cinco, los miércoles, todo se detenía. Lo encontraba esperándola con un libro nuevo, o con un poema doblado en el bolsillo. A veces solo hablaban de lombrices y de compostas. A veces de exilios y revoluciones.
Una tarde, sin que nadie lo propusiera, caminaron juntos bajo una llovizna tenue. Terminaron en casa de él. Una casa antigua, silenciosa, llena de libros con olor a página vieja.
—No tengo té, pero sí café.
Ella aceptó. Era temprano. O tarde. Quién sabe.
Allí se volvieron más cómplices. Se confesaron derrotas. Se vieron las cicatrices, no del cuerpo, sino del alma. Cuando ella hablaba de su miedo a no acabar la carrera, él le hablaba de su miedo a envejecer solo.
Y entonces vino el día inesperado. La tormenta que destruyó el techo de su cuartito. El aviso de la dueña: «no se puede quedar aquí así». La mochila apurada. El celular sin saldo. Y su número, como una cuerda lanzada en mitad del naufragio.
—Vente a casa —le dijo sin dudar—. Hay sopa caliente y una cama. Bueno, solo una. Pero es grande.
Ella llegó empapada. Él la esperaba con una toalla tibia y un silencio confortable. La casa olía a manzanilla. Le dio ropa suya, demasiado grande, demasiado suave.
Durmieron en la misma cama. Cada uno en su orilla. O eso intentaron. Porque en la madrugada, el sueño trajo palabras inconclusas. Y las palabras se volvieron miradas. Y las miradas, tacto.
Fue ella quien rozó su espalda primero. Fue él quien le tomó la mano. El resto fue un lenguaje antiguo, sin gramática. No hubo urgencia. Solo un temblor. Como cuando la tierra se mueve muy por debajo y nadie lo dice en voz alta.
Hicieron el amor sin apuro, como se hace el pan: con las manos, con el cuerpo entero, con hambre suave. Cuando terminaron, se quedaron despiertos. No hablaron. Respiraban al mismo ritmo. Nada más.
La segunda noche fue distinta. Ya no fingieron distancias. Se buscaron desde antes del sueño. Se desnudaron con una risa cómplice. La pasión fue más honda, más libre. Se acariciaron como quien poda con ternura: sin miedo a quitar lo que ya no sirve.
Por la mañana, él preparó café. Ella regó las plantas. Parecían haber vivido juntos desde siempre.
Al tercer día, ella encontró un lugar donde quedarse. Le dio las gracias con una mirada larga, de esas que no se olvidan. Siguieron viéndose. Con más deseo. Con menos prisa. A veces en su cama, a veces solo en el café.
Un día, caminando entre lotes baldíos, ella se detuvo frente a un terreno lleno de maleza.
—Aquí quiero sembrar algo —dijo.
—¿Qué cosa?
—Lo que se pueda. Lo que crezca. Lo que valga la pena esperar.
Él no respondió. Le tomó la mano. El sol caía oblicuo. La tierra olía a futuro.
No sabían si aquello era amor, pero sabían que, al menos por ahora, estaban del mismo lado del sol.