relato del hallazgo de un protector espiritual en una sesión de santería

El protector

Gerardo llegó al lugar de reunión a tiempo para observar a Manuel acomodarse en una mesa de la cafetería.

—¿Cómo va todo? —preguntó Gerardo a manera de saludo.

—Bien. Hay mucho qué hacer en la facultad, pero bien.  —Manuel tomó un sorbo de su café—. ¿Qué vas a hacer mañana, a las 10 de la mañana?

—Es domingo, no tengo nada, ¿Por qué? —Lo miró con curiosidad.

—Tengo que ir a ver a un X’men, ¿quieres acompañarme? Don Floro es una persona interesante.

—Sabes que no creo en brujos. —Intentó evadir la visita.

—No tienes qué creer, sólo conocerlo, saludarlo, observar. Además, no es un brujo —Manuel le miraba directo a los ojos—, es un médico tradicional maya. Yo voy a buscar una medicina para mi madre, pero te lo quiero presentar. Es un hombre del que se puede aprender mucho.

—Bueno, creo que no pierdo nada. Nos vemos a las nueve para desayunar unos tacos de cochinita pibil y después ir a ver a ese señor. ¿Te parece? —Intentó disimular su curiosidad.

—Me parece bien. Ahí nos vemos.

—¿Es todo? —inquirió curioso—. ¿Para eso me citaste aquí?

—Tranquilo. Hay otro asunto. ¿Conoces Cuba?

—No. —Gerardo levantó una ceja—. Nunca he estado ahí. Entiendo que la Habana es una ciudad muy bella.

—¿Te gustaría ir? —Manuel movía la cucharilla dentro del café mientras hablaba.

—¿Tú invitas? —Gerardo se acomodó en su silla, acercó la cara al centro de la mesa y miró fijamente a su amigo.

—No. Un conocido me propuso el viaje, pero tengo exámenes en esas fechas. Si estás interesado le digo que yo no puedo ir, pero tú sí.

—¿Cuándo sería el viaje? —inquirió con el rostro serio y las manos sobre la mesa—. ¿Cuánto costaría?

—Todos los gastos pagados. No tienes que desembolsar un centavo.

—A ver, explícame. Eso me interesa.

—Primero deja que yo averigüe si puedes ir en mi lugar.

—¡Perfecto! —Dio una palmada leve sobre la mesa—. Tú me avisas.

Al día siguiente, a las diez, tocaron a la puerta de una casa tradicional maya, en el sur de la ciudad de Mérida.

Gerardo observaba con atención los detalles: forma elíptica, techo de paja, una ventada a cada lado de la puerta, cercada por una albarrada. Todo estaba pintado de un blanco impecable, salvo la puerta azul majorelle. Junto a la albarrada estaban varias plantas de x’canlol, esas flores amarillas que abundan en el campo yucateco, albahaca y ruda, así como unas plantas que no pudo identificar.

Al abrirse la puerta lo primero que le llamó la atención fue la sonrisa del anciano que los recibió.

—Pasen. Ya los esperaba. —El hombre se hizo a un lado para dejarlos pasar—. ¿Quieren un vaso de agua? Ofreció con gentileza.

—No, gracias. —Manuel rechazó mientras continuaba adentrándose en la casa.

—Recién terminamos de desayunar, pero le agradezco mucho. —Gerardo le sonrió siguiendo a su amigo.

Fueron directo a una pequeña habitación, separada de la principal, decorada con velas, figuras de revistas populares, un ropero antiguo, una mesa vieja con dos sillas de madera para los visitantes y otra para el hombre.

Los amigos ocuparon las sillas que les correspondían sin esperar invitación y el señor se instaló en su lugar.

—Don Floro, es un gusto verlo de nuevo. Él es Gerardo, el amigo del que hablamos en varias ocasiones. Es como mi hermano.

—¿Cómo está usted, don Floro? —Gerardo extendió la mano mientras disimulaba su turbación por la forma como lo presentó Manuel—. Es un gusto conocerlo.

Don Floro le saludó sin perder la sonrisa y tomó un frasco de un líquido color té, que ofreció a Manuel.

—Le das a tu mamá una cucharada en agua todas las mañanas.

De inmediato tomó un mazo de cartas del tarot y empezó a barajar. Los amigos miraban en silencio; puso el mazo sobre la mesa y se dirigió a Gerardo.

—Corta con la mano izquierda y me lo entregas. No lo deposites en la mesa.

Gerardo siguió las indicaciones y se quedó expectante, curioso por lo que sucedía.

El hombre extendió las cartas sobre la mesa y señaló algunas, mientras decía:

—En tu próximo viaje te irá muy bien. El resto del año harás otros viajes. Vas a viajar mucho. Solo tienes qué confiar en ti.

El muchacho lo miró fijo, con el ceño fruncido. Don Floro se puso de pie, rodeó la mesa y se dirigió a la puerta.

—Vamos. —Gerardo sintió que su amigo le palmeaba el hombro.

Seis semanas después, a las trece horas de un sábado, Gerardo tocaba a la puerta de una casa de la calle 24 de febrero, a unos metros del mercado agropecuario de Regla, en la Habana. Mientras esperaba que le abrieran hizo un recuento mental de los últimos acontecimientos desde que dejó la casa de don Floro aquel día.

Había seguido todas las instrucciones, entrenó varios días para eso, y ahora se encontraba en Cuba dispuesto a vivir intensamente esa aventura.

—¿A quién buscas, chico? —La rubia que abrió la puerta tenía buen cuerpo, cabello largo y una sonrisa discreta.

—¿Está Francisco? —contestó justo como le indicaron tantas veces­—. Vengo de parte de José. Envía muchos saludos.

La mujer lo invitó a pasar con un ademán de la mano, mientras le contestaba lo que él sabía que diría.

—¿Cómo está José? Esperamos noticias suyas la semana pasada.

—Todo está bien. Ya estoy aquí. —Entró a la casa con la certeza de que todo había salido bien.

Sus ojos se deslizaron por las paredes viejas, pero limpias, los muebles austeros, de madera y petatillo.

Pasaron al comedor, donde una mujer mayor, de cabello blanco, rostro arrugado estaba sentada a la mesa.

—Adelante muchacho, con confianza. —La vieja miró a la rubia—. Cada vez los envían más jóvenes.

—Soy Mary, la esposa de Francisco. Él está por llegar. Quítate los pantalones. No tengas vergüenza. Necesito que me los des.

—De acuerdo. No hay problema. —Sabía que eso sucedería, así que se sacó el cinturón y los pantalones mientras las mujeres lo observaban en silencio.

Observó con atención que Mary tomó sus pantalones y con una tijera de uñas empezó a descoser la pretina, de donde sacó un cinturón de tela y le entregó el pantalón a la anciana, que de inmediato se puso a coserlo de nuevo.

En un momento se lo entregaron como estaba y pudo vestirse nuevamente mientras las mujeres abrían el cinturón de tela y sacaban fajos de dólares, doblados y distribuidos a lo largo del cinto. Entre el dinero estaba un rollo de tiras de papel con nombres y direcciones.

Contaron, delante de él, el dinero y al distribuirlo en cantidades pequeñas escuchó una voz masculina a sus espaldas.

—¡Ya estás aquí! Llegaste un poco más temprano que lo usual.

Dio un pequeño salto y giró de improviso para encontrarse con un hombre de tez blanca, bigote tupido, pelo negro, aspecto fornido, que le sonreía.

—Hola. Soy Gerardo. Llegué hace unos minutos.

—Soy Francisco. Veo que ya entregaste el paquete. ¿Qué dice José? —Le estrechó la mano con un apretón fuerte.

Mientras le comentaba a Francisco sobre José y comentaba los mensajes, la anciana le puso enfrente un plato de congrí y unos pedazos de yuca cocida.

—Come muchacho, que debes tener hambre. —Mientras hablaba le acercó un frasco grande lleno de unos frutos pequeños remojados en un líquido—. Aquí tienes ají, toma lo que quieras que hay más.

Al mirar la comida se dio cuenta que tenía hambre, así que sin dudarlo atacó el plato, mientras acompañaba cada bocado con una cucharada del contenido del frasco escuchaba a Mary:

—¡Mira cómo come ají el mexicano!

Solo levantó la mirada, sonrió y siguió comiendo. Al dejar el plato limpio habló de nuevo.

—Gracias. Estaba hambriento. —Sonrió y tapó el frasco para dejarlo como estaba—. Muy rica la comida, pero el ají no pica como el chile habanero. A mi regreso les traeré algunos, si me los dejan pasar.

—Yo sí los he probado. —Francisco levantó los platos y se los entregó a la vieja —. Están fuertes.

—Aquí solo Francisco come chile como los mexicanos. —Le pareció que Mary intentaba disculparse—. Nosotras no comemos ni el ají.

—Ya platicaremos más tarde. —Francisco lo miró directamente—. El mexicano debe estar cansado del viaje.

—Un poco —admitió.

—Te llevaré a tu hotel. Te dejaré a cien metros, para que no te vean llegar conmigo. A las siete treinta de la tarde pasaré por ti en el mismo lugar. Iremos a llevar algo a una familia.

—Muy bien. —Se puso de pie y se dirigió a las mujeres—. Muchas gracias por la comida, estuvo muy rica. Hasta pronto.

Poco después, acostado en la cama de su habitación, repasaba los acontecimientos de las últimas semanas, desde el momento en que Manuel lo había citado aquella tarde de sábado hasta ese instante en que reposaba en una cama en Cuba, sin olvidar por la visita a don Floro, el encuentro con José, las instrucciones que le dieron, el breve entrenamiento para no equivocarse en lo que tenía que decir. Sin darse cuenta se quedó dormido.

El timbre del teléfono lo despertó.

—Diga.

—Señor, buenas tardes. Son las siete.

A las siete treinta en punto estaba en el lugar indicado. Un minuto después se detuvo el antiguo Ford frente a él. Se ubicó en el asiento trasero porque Mary ocupaba el sitio el copiloto.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes. ¿Descansaste? —Mary le sonrió gentilmente.

—Buenas tardes. Aquí nos vamos a ver, a partir de mañana, todos los días a las ocho de la mañana. Hay que repartir lo que trajiste.

—Dormí un poco, gracias —respondió a Mary primero—. Aquí estaré. Cuenta con ello.

Se acomodó en el asiento y miró con disimulo por la ventana, en un intento de disimular su curiosidad.

Al oscurecer, el auto se detuvo frente a un edificio que a Gerardo le recordó los cascos de las haciendas henequeneras de Yucatán. Construido sobre cimientos que salían más de metro y medio del suelo, con una fachada que tenía cuatro puertas hacia el frente y una escalinata central. Una de las puertas estaba abierta y su exterior un grupo de cuatro mujeres afrodescendientes departían animadamente.

 Gerardo pudo apreciar la emoción con que recibieron a Francisco y Mary.

Después de los abrazos y las presentaciones de rigor, en las que todas mostraron curiosidad por el mexicano, una de las mujeres desapareció dentro de la casa para retornar un minuto después con una anciana que no tenía menos de 90 años, metro cincuenta y 80 kilos, según cálculos mentales de Gerardo.

La recién incorporada al grupo abrazó con mucho cariño a Francisco y a Mary, mostró especial deferencia por el primero. Saludó a Gerardo y retornó su interés por Francisco con preguntas sobre su salud, su alimentación, cómo estaban sus negocios y, en especial, su seguridad física.

En un momento dado, mientras las demás mujeres platicaban animadamente, la anciana tomó a Francisco del brazo, lo introdujo a la casa, donde la siguieron todos, y en medio de la sala, pero a salvo de miradas indiscretas, le puso la mano derecha en la cabeza y empezó a rezar en una lengua que Gerardo no pudo identificar.

Le llamó la atención un altar vestido con un mantel de un blanco impecable, adornado con velas encendidas, imágenes del santoral católico y otras que no pudo identificar y flores de diferentes colores.

No estaba seguro de lo que estaba sucediendo, se iba a acercar para escuchar pero la vieja tomó a Francisco de la mano y lo hizo pasar por una puerta que, hasta ese momento no había notado porque unas cortinas la disimulaban.

Al verlos desaparecer, Gerardo se dirigió a Mary susurrándole al oído:

—Mary, ¿eso es vudú?

—No, no lo es. —contestó en el mismo tono.

—Quiero ver.

Sin responderle, Mary lo tomó de la mano y lo introdujo en la habitación donde se encontraba su marido con la anciana.

Al entrar Gerardo pudo apreciar que sólo la luz de las velas iluminaba el lugar.

Sin prestarle demasiada atención a la espaciosa cama con dosel estilo Luis XV, no perdía de vista a Francisco y la anciana, que estaban de pie frente a un altar tres veces mayor que el de la sala, con una gran muñeca negra vestida toda de blanco, y muchas más veladoras encendidas.

En el momento que menos se lo esperaba, la vieja lo miró fijamente mientras lo señalaba con la mano.

—¡Este sabe mucho!

Gerardo no supo qué hacer. La mujer lo tomó de la mano y lo jaló hacia ella mientras Mary lo empujaba por la espalda, para animarlo a acercarse.

No podía quitar los ojos de la penetrante mirada de la señora y la escuchó repetir:

—Tú sabes mucho. Eres muy poderoso.

Sin saber qué hacer o decir estaba inmóvil junto a la anciana. Escuchó sus palabras en un idioma que no lograba identificar mientras ella le pasaba las manos alrededor del cuerpo sin tocarlo.

—Tú tienes un ángel, un ángel que te protege. —La mujer lo tomó por la muñeca—. Cuando va a pelear se pone una pluma en la cabeza. Es muy poderoso.

Sin decir una palabra Gerardo sólo asentía con la cabeza.

Poco después se retiraron de la casa y nadie mencionó lo sucedido. Trató de concentrarse en lo que tenía qué hacer al día siguiente, pero no dejaba de pensar en lo que había sucedido con la vieja, aunque no mencionara nada al respecto.

Una semana después, Gerardo descendió del avión en el Aeropuerto Internacional de la ciudad de Mérida. En la puerta de la sala de recuperación de equipaje lo esperaba José.

—¿Cómo te fue?

—Muy bien. Te mandan muchos saludos.

—Vamos. Tengo el auto en el estacionamiento. —José tomó su maleta y empezó a caminar.

Una vez en el auto Gerardo sacó de su bolsa un paquetito de papeles y se los entregó.

—Aquí están los comprobantes. Están completos. Se entregó todo.

—¿Tuvieron algún problema?

—Ninguno. Iniciamos el reparto el domingo temprano y el miércoles al medio día ya habíamos terminado. —Mientras hablaba observaba por la ventana la ciudad como si nunca la hubiera visto.

Una vez en su casa, antes de desempacar, tomó el teléfono y le habló a Manuel.

—Ya llegué. Me acaba de dejar José en casa.

—¿Cómo te fue?

—Muy bien. Luego te platico. No quiero hablar de esto por teléfono. Quisiera platicar con don Floro. ¿Cuándo lo vas a ver?

—El próximo miércoles, en 4 días. ¿Quieres acompañarme? Debo estar ahí a las diez de la mañana.

—Perfecto. Lo hacemos como la vez anterior. A las nueve, primero desayunamos unos tacos de cochinita y después vamos para ahí.

El día indicado, sentado frente a don Floro, solo podía pensar en su primera noche en Cuba.

—Don Floro, necesito comentarle algo.

—Adelante. Te escucho. —Don Floro no le miró al hablar, mientras barajaba las cartas.

—Estuve en Cuba la semana pasada. Ahí me pasó algo extraño. Una señora me sometió a una sesión de vudú. Me dijo que yo sabía mucho, que era muy poderoso.

—No fue vudú. Fue santería. Y no se refería a ti en especial, sino a tu protector. ¿Te comentó que tienes uno?

—Así es, me dijo que era un ángel.

—Es un ángel muy poderoso. Usa una pluma para pelear. Es el que te cuida.

—¿Pero de dónde viene?, ¿Por qué a mí? —No podía ocultar su curiosidad—. ¿Todos tienen uno?

—No sé de dónde viene. Es posible que un intenso deseo que tenías lo llamó. Él decidió protegerte. No todos tienen uno, solo unos pocos. Manuel no tiene. —Con paciencia contestaba sus preguntas sin dejar de barajar—. Yo también tengo mi protector, es una estrella. Si quieres te lo quito.

—Si no me perjudica prefiero mantenerlo. Gracias —No dudó en rechazar la oferta—. Don Floro, muchas gracias. Espero que pronto charlemos nuevamente.

Una vez en el auto de Manuel, Gerardo le contó todo lo que había pasado esa noche, sin omitir detalle alguno.

—Ya quedé con José que en seis meses regreso a Cuba —comentó mientras descendía del automóvil frente a su casa

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