Día de muertos

Como cada año en esas fechas, la charla giraba en torno a los muertos. Algunos decían que las ánimas sí venían a convivir con nosotros, que teníamos que recibirlos como se merecen, que a los espíritus no les gustaba ver desorden y suciedad, que tomaban la esencia de los alimentos que la gente les ponía en el altar. Por eso el «mucbilpollo», que la gente llama pib[1] coloquialmente, se pone en el altar a los ocho días de su llegada, en el momento de regresar al más allá, como un bocado para el camino, pues no tiene caldo que se derrame durante el trayecto.

Todos opinaban, cada uno quería demostrar que era más conocedor de las tradiciones que los demás, que sabía y respetaba las costumbres yucatecas como pocos. Los mayores compartían sus experiencias y lo que los ancianos les habían enseñado; los más jóvenes comentaban lo que habían visto en la televisión o en la Internet. Cada uno tenía algo qué decir.

—Hace unos años, cuando todavía era una niña, me gustaba conversar de estas cosas con mis amigas de la escuela —La chichí[2] Alma tomó la palabra por primera vez. Hablaba con suavidad y gesto meditabundo—. Vivía en el pueblo. Ustedes saben que vine a Mérida cuando terminé la primaria, ya mayorcita.

Escuchar a la abuela siempre era agradable. Su voz sonaba como el cantar de una guitarra. Decía las cosas con calma, pero con emoción. Habló por primera vez ese día, desde su silla de ruedas, en la cabecera de la mesa, como le correspondía por ser la más anciana de la familia.

Todos guardamos silencio, expectantes ante el comentario de la abuela, que se tomó su tiempo mientras se acomodaba el brillante cabello blanco y continuó:

—Ese día no hubo clases, pues era dos de noviembre y los días de difuntos nos permitían estar con la familia toda la jornada. Carolina llegó en el momento en que ayudaba a mamá a preparar la comida que pondría en el altar para las ánimas. Era la hija de la señora que vendía tamales. Acababa de entrar a la secundaria y era mi mejor amiga. Éramos vecinas, así que cuando no estábamos en la escuela andábamos en su casa o en la mía. Mi mamá y mi abuelita la trataban como una hija más y en su familia me querían igual.

                »Pasamos el día juntas, como siempre. Comimos en casa y luego fuimos por un poco de dulce de calabaza a la suya. Al ponerse el sol nos bañamos y cenamos tamales de los que hacía su mamá. Mientras los adultos cambiaron la comida del janal pishán, nosotras nos fuimos a la calle a platicar sentadas en la escarpa[3]

                »Recuerdo que me contó algo que escuchó del señor que vendía pan. Era una vieja historia de un muchacho que, el día de muertos, se quedó solo en la puerta de su casa, durante la noche. A la media noche vio pasar una peregrinación de gente vestida de blanco, por el rumbo que va al cementerio; cada persona tenía una vela en la mano. El joven se acercó a preguntar de qué se trataba. No le explicaron, pero uno de los peregrinos le ofreció una vela y le dijo que la guardara, que regresaría por ella. El chico la tomó y se retiró a dormir. Al día siguiente amaneció muerto y en el lugar donde guardó la vela había un hueso humano.

»Carolina estaba muy intrigada con esa historia, pues nunca habíamos escuchado algo así. Nos preguntábamos si era solo un cuento o había algo de verdad. Ella quería quedarse despierta hasta la media noche para ver qué pasaba. Yo le dije que no lo hiciera porque me daba miedo, pero su curiosidad era mucha. Cuando le pregunté qué haría si aparecía la procesión me contestó que bastaba no aceptar la vela. Al final, después de mucho discutir me convenció. Quedamos en que nos veríamos cuando todos se hubieran dormido, en su casa. Era fácil para mí pasar a su patio desde el mío, pues el muro que nos dividía no estaba alto. Como casi todas las del pueblo, su casa no tenía cerradura en la puerta, solo una aldaba que nos permitía salir con facilidad y en silencio a la calle.

                »Esa noche me mantuve despierta hasta muy tarde, pero mi mamá y mi abuelita no se acostaban, estaban rezando en el altar. No sé a qué hora me dormí. Contra mi costumbre de levantarme temprano, en esa ocasión me quedé dormida. La abuela tuvo que despertarme. El sol acababa de salir, la mañana era húmeda. Noté que había cierto movimiento de gente en la sala y la cocina. Pregunté qué sucedía y me explicaron que no encontraban a Carolina. Querían saber si me había dicho dónde iría tan temprano.

»No tenía idea de lo que estaba sucediendo, así que les platiqué que solo íbamos a permanecer despiertas hasta que pasara la media noche, para ver el desfile de las ánimas, pero que yo me había quedado dormida y no me reuní con ella.

»La abuela no dijo nada, solo se dio la media vuelta y se retiró al patio. Me levanté y salí detrás de ella. La vi hablando con la mamá de Carolina por encima del muro. Me acerqué, las dos estaban muy asustadas.

»Esa tarde encontraron a Carolina debajo de las gradas del campo de béisbol. Tenía una tibia humana abrazada. Parecía dormida. Su cara mostraba una sonrisa y una tranquilidad como nunca la había visto. Jamás volví a dudar de las tradiciones de nuestro pueblo.

Cuando la abuela terminó de hablar, X’pil[4] se mostró inquieto, abría y cerraba la boca, adelantaba el torso y se recostaba en la silla de nuevo. Inferí que quería hablar y no se atrevía, así que me hice cargo de la charla, con un par de comentarios sobre lo que acabábamos de escuchar y luego le pregunté directamente su opinión.

Respiró profundo y comenzó su relato.

—Pues no sé. Es primera vez que escucho esa historia del desfile de ánimas, pero no soy yo quien va a dudar. Hay muchas cosas que no se pueden explicar. En estos días de difuntos ­—Se persignó cuando dijo eso­— uno es testigo de cosas inexplicables. Ustedes saben que no soy muy creyente en las cosas del más allá, pero que me gusta investigar y leer sobre el tema; sin embargo, el año pasado para estas fechas me sucedió algo que todavía no alcanzo a entender. Nunca le conté a nadie, pero lo haré ahora.

»Resulta que, como ustedes saben, la familia de mi mamá vive aquí en Mérida, por lo que no me fue difícil encontrar dónde vivir cuando me vine a estudiar la Universidad. La tía Gertrudis me ofreció una habitación en su casa. Como sus hijos ya están casados pues solo somos mi tío, mi tía y yo los que vivimos ahí.

»El año pasado, faltando menos de una semana para finados, mi tía me despertó muy temprano. Resulta que le habían avisado que su hermano Rodrigo se había suicidado. El pobre hombre no aguantó la presión económica. Vivía solo de su pensión y de él dependían sus tres hijas y sus dos nietos. Se colgó de una viga del techo de su casa.

                »De prisa me vestí y me fui directo para la casa del difunto. Al llegar pude ver que una vecina se llevaba a los niños con ella. Una vez dentro me encontré la triste escena. Mis primas estaban en la sala llorando, más porque se habían quedado sin alguien que las mantenga que por la pérdida de su padre. Al entrar en la habitación me topé con un individuo que tomaba fotografías y que, al verme, me extendió la mano como saludo:

                »—Buenos días. Soy Alejandro Pedroza, agente de la fiscalía del estado. ¿Usted es?

                »—Soy Felipe, sobrino del difunto —le estreché la mano mientras observaba el cadáver de mi tío—. Vine en cuanto me avisaron. Vivo muy cerca de aquí.

                »—Ayúdame a bajar el cuerpo. Todavía falta para que venga el forense, pero entre tú y yo lo podemos bajar. Levántalo un poco para que yo le quite la cuerda del cuello.

»Tratando de disimular mi turbación me aproximé lentamente al tío. El sujeto acercó una silla y se encaramó sobre ella para alcanzar con facilidad el nudo que sostenía el cuello. Cerré mis ojos, rodeé con mis brazos al cadáver por la cadera y levanté lo más que pude. Ahí entendí la relatividad del tiempo, pues me parecieron horas los dos minutos que al agente le tomó sacar el lazo del cuello, bajar de la silla y tomar el cuerpo de mis brazos. Creo que comprendió mi estado de ánimo cuando me dijo:

                »—Vamos a depositarlo aquí, en el piso, los forenses se encargarán de todo lo demás.

                »Ese día no fui a la universidad, me quedé acompañando a mis primas, observando todo lo que sucedía y husmeando por ahí. Al filo del anochecer, mucho después de que los forenses se llevaron el cuerpo y la fiscalía se había dado por satisfecha con el veredicto de suicidio, estábamos sentados en la sala, mis primas y yo, platicando con un poco más de serenidad, cuando la Chiquis, ¿la recuerdan?, la menor, la mamá de los gemelos, dijo de improviso:

»—¡Llévate los libros de mi papá! ¡No quiero tenerlos aquí! Por leer esas cosas se suicidó. Son cosas del demonio. Pura brujería.

»Yo, sorprendido, sin saber qué hacer, me quedé mirando a mis primas. Las otras dos asintieron con la cabeza y me señalaron el librero que estaba en la sala. No eran muchos libros, unos veinte, pero todos parecían viejos.

»—Está bien —afirmé— solo necesito tiempo para organizarme y ver cómo me los voy a llevar. No tengo auto, vine caminando.

»—¡No me importa! Pide ayuda a alguien, pero… ¡llévate ya esos malditos libros!

»Me acerqué al librero y empecé a revisar. Entendí a mi prima. Formaban una familia muy católica y los libros eran de magia, de esoterismo y algunos versaban sobre los rollos del Mar Muerto. Todos eran estudios sociológicos o antropológicos del tema, pero ninguna de mis primas estudió más allá de la secundaria. Bueno, a mí no me caerían mal esos libros.

»—Dame un momento, por favor. Voy a llamarle a un amigo para preguntarle si puede venir con su auto a ayudarme.

»Llamé a un compañero de estudios que tiene auto y estuvo de acuerdo en ir por mí a casa de mis primas.

»Un par de horas después estaba en mi habitación revisando los libros a ver qué encontraba. Si algo tenía claro es que mi tío estaba interesado en una gran variedad de temas, pero en especial con lo que era misterioso, oculto, esotérico o mágico.

Me llamó la atención un ejemplar que no tenía escrito nada en la portada, contraportada o el lomo. Se notaba con claridad que lo habían empastado así para ocultar el título y autor. Sin embargo, en la portada, con un lápiz rojo, mi tío había dibujado el número uno, de gran tamaño, abarcando todo el espacio disponible.

»Tomé ese libro y me acosté en mi hamaca, dispuesto a averiguar lo que le interesaba tanto al difunto como para marcarlo como lo hizo. El autor era un tal Eliphas Levi. Nunca había yo escuchado nada acerca de esta persona y el libro se llamaba Dogma y ritual de la alta magia, según la primera página.

»Conforme avanzaba en la lectura me fui interesando cada vez más. Sin darme cuenta me quedé dormido. Desperté a las tres de la madrugada, con el libro sobre mi pecho y la luz encendida. Dejé caer el libro bajo la hamaca y sin apagar la luz me volví a dormir.

»Al siguiente día, en la universidad, solo podía pensar en lo que había leído. Me urgía llegar a casa para continuar con la lectura. No es posible dejar un libro de esos sin terminar. Por la noche, después de cenar me acosté a seguir leyendo. Estaba muy cansado, así que no pude avanzar mucho en la lectura. Cuando empecé a sentir que no estaba comprendiendo la lectura y mis ojos se estaban cerrando dejé el libro en el piso, apagué la luz y me dispuse a dormir.

»No sé lo que era, solo que me despertó. ¿Han tenido esa impresión de que algo les oprime el pecho? No es físico, es como si estuvieran angustiados por algo. Ignoro la hora, pero la opresión se incrementaba a cada momento. Abrí los ojos y todo estaba normal. Un rayo de luz lunar entraba por la ventana. En el aire, enmarcadas por la luz, unas motas de polvo revoloteaban con unos destellos hipnóticos.

»Fascinado por esa danza me quedé mirando sin sentir el paso del tiempo hasta que la opresión empezó a desaparecer. En el momento en que el polvo se fue asentando en el piso escuché la campanada de la iglesia cercana, la primera llamada para la misa de cinco de la mañana.

»Faltaba poco para levantarme, así que cerré mis ojos y traté de dormir, pero no pude.

»El día transcurrió como el anterior, un poco agitado y sin tiempo libre. Durante la cena mi tía me comentó que necesitaba ayuda para poner el altar de muertos por la mañana, pues iniciaba el janal pishán[5]. Eso significaba que debía levantarme un par de horas antes de lo acostumbrado, para tener todo listo antes de partir a la Universidad. Era el último día de clases antes del asueto tradicional por los días de muertos. Me acosté, leí un poco y me dormí.

»Creo que fue la misma hora que la noche anterior, no lo puedo asegurar, pero de nuevo me despertó la misma sensación. Abrí los ojos y el rayo de luna entraba con fuerza por la ventana. El polvo era un poco más denso que la vez pasada, pero ejecutaba la misma danza al son de los destellos de la luna. Miré el reloj, eran las tres en punto. La opresión en el pecho era más intensa, casi me impedía respirar. Salté de mi hamaca y salí al corredor. Dejé la puerta abierta y desde lo más lejos que pude me senté en el piso a observar mi habitación.

»Estaba todo muy oscuro, pero se distinguía con claridad el rayo de luz que entraba por la ventana y las motas de polvo que realizaban su coreografía de valet, cada vez más excitadas, cada vez en mayor número. El polvo se estaba condensando, parecía que era un ente extraterrestre que se estuviera tele transportando a mi cuarto. No sabía qué pensar, solo podía mirar fijamente lo que sucedía y tratar de respirar con normalidad, pues la opresión en el pecho se sentía muy fuerte.

»Permanecí sentado en el piso mirando mi hamaca iluminada por pequeñas estrellas de polvo y la noche silenciosa cobijándome con su manto. Conforme se acercaba el alba se fue desvaneciendo el extraño espectáculo y mi sensación de angustia y opresión se esfumó también.

»Al amanecer seguí sin entender qué sucedía, por qué que me despertaba la misma sensación con el mismo espectáculo de luz y polvo. Cada vez más intenso, se sentía más profundo en el pecho. No pude acostarme de nuevo. Me hallaba inquieto, intrigado, incómodo.

»Temprano entré a la cocina donde mi tía ya estaba preparando las cosas del janal pishán. Decidí no ir a clases. En realidad, solo se iba a comer pib en cada grupo, con atole, y a meter relajo. Era mejor quedarme a ayudar y tratar de terminar de leer el libro. No tenía ganas de ir a ningún lado.

»Ese día sacamos las cosas que van en el altar, mi tía fue al mercado a comprar lo que necesitaba mientras mi tío y yo limpiamos todo y arreglamos el rincón donde se pondría el janal pishán. Ya saben, todo tiene que estar limpio para que las ánimas puedan disfrutar su viaje. El mantel blanco con bordados de colores, para los niños, estaba tendido secándose en el patio. Los juguetes de madera, los platos, jícaras, velas de colores, floreros, fotos, la cruz verde, el incensario, en fin, todo estaba dispuesto. Solo esperábamos que la tía regrese del mercado con lo necesario para empezar a cocinar y poner el altar para los niños al día siguiente, muy temprano.

»Esa noche terminé de leer el libro. Me dormí convencido que era el mejor libro que había leído en mi vida, que tenía que buscar otros del mismo autor. Cansado de las tareas del día y las malas noches anteriores me dormí temprano. De nuevo la sensación de opresión en el pecho, como una angustia intensa, me despertó. Miré el reloj, no sé por qué esperaba ver que eran las tres de la madrugada, pero las manecillas marcaban las dos. Se había adelantado el espectáculo. El rayo de luna era muy intenso y el polvo empezaba su rutinaria danza, como insectos nocturnos en torno a un rayo de luz, danzaban con frenesí, acomodándose unas junto a otras, buscando su lugar. No sé si fue mi impresión, por lo incómodo que me sentía, o en realidad así sucedió, pero me parece que era más polvo que las ocasiones anteriores. Miraba fascinado ese baile, tratando de respirar normal; sin embargo, no aguanté más y salí de la habitación. Era muy fuerte la sensación de opresión en el pecho, la angustia que se sentía era física. Esta vez procuré no alejarme mucho de la puerta, solo lo necesario para poder respirar, pero buscando tener una vista clara y completa de lo que sucedía en mi habitación. Cada vez más polvo, como si hubieran sacudido todos los muebles viejos de una casa abandonada, pero solo en torno al haz de luz. El resto de la habitación estaba limpio, claro. Mi hamaca quedaba en el camino del  polvo, así que se veía brillar por las motas que se le pegaban, en una imagen fantástica.

»El polvo estaba tomando forma. A las tres vi claramente que el polvo parecía una figura humana. Podía distinguir perfectamente el cuerpo, la cabeza, los brazos y piernas. Sentí miedo, pero pudo más mi curiosidad y me quedé mirando. Además, no tenía a dónde ir en ese momento.

»No sé si lo imaginé, pero vi a la figura señalar el libro que seguía en el piso, bajo mi hamaca. De pronto comprendí todo. Quiere mi libro. En un arranque de locura, un impulso que no sé de dónde vino, entré al cuarto, tomé el libro y el dije con voz firme:

»—¡Aléjate! El libro es mío ahora, tú ya no tienes qué hacer nada aquí. Tú decidiste abandonar el mundo.

»Desde luego que al terminar de hablar salí de la habitación como si se estuviera quemando la casa, pero no solté el libro.

»Pasé el resto de la noche en la sala, junto al crucifijo verde que pondríamos en el altar. No dejaba de abrazar el libro mientras miraba para todos lados. Nada sucedió. Solo se escuchaba el sonido de la noche.

»Poco antes del amanecer mis tíos salieron de sus cuartos, para empezar a preparar todo. Se sorprendieron de verme ahí, dispuesto a iniciar el día, pero no dijeron nada.

»Al salir el sol el altar estaba listo. Solo faltaba el desayuno de las ánimas. Como ustedes saben, el primer día de difuntos es el dedicado a los niños. Pusimos las flores, los juguetes, la sal, el agua, la cruz verde, todo. Tía se encargó de poner el pan, chocolate recién batido, y todo lo que lleva. No faltó la porción para el ánima sola, esa que no tiene parientes vivos. Hicimos una oración para ofrecer la comida a los pequeños y después nos sentamos a desayunar.

»Mientras me cepillaba los dientes me avisó el tío que me buscaban. Al salir del baño vi a mi amigo, el que me ayudó con los libros, sonriendo mientras platicaba con mi tía junto al altar. Nos saludamos y salimos a la calle. Él tenía que comprar algunas cosas en el Mercado Grande y quería que yo lo acompañe. Avisé a mis tíos que iría con él y nos subimos a su auto.

»En el mercado había más gente que de costumbre, así que era muy complicado comprar lo que necesitaba su mamá para el altar. Mientras buscábamos entre los vendedores y sorteábamos a la gente, cuidando que no nos roben la cartera, platicábamos sobre algunas cosas. En el momento que nos detuvimos ante un hombre muy viejo, que vendía copal, esa resina que los mayas queman en lugar del incienso, y algunas cosas que usan los curanderos, yo le estaba platicando a mi amigo lo que me sucedió esas noches. Mientras esperábamos que tocara nuestro turno para atender, porque las dos señoras que llegaron primero no se decidían a comprar tal o cual, como si no fuera fácil distinguir el copal del incienso, terminé de contarle la experiencia más reciente. En ese momento se fueron las señoras, sin comprar nada y el viejo nos miró, preguntando con el gesto qué deseábamos. Me incomodó la mirada tan fija, tan profunda que me dirigió el señor. Me sentí fuera de lugar. Mi amigo pagó el copal y cuando estábamos a punto de retirarnos, con la mirada fija en mí, el tipo dijo:

»—Es el libro. Viene por su libro. Es muy importante para él. Seguro que tiene alguna marca que lo señala. Ese libro es su posesión más valiosa. Debes hacerle comprender que ya no le pertenece, que debe dejar todo aquí y caminar hacia su lugar en el otro lado.

»Salimos del mercado en silencio, cada quien en sus pensamientos. Ya en el auto, de regreso me preguntó:

»—¿Qué vas a hacer?

»—No estoy seguro —respondí—. Creo que tendré que deshacerme del libro. La verdad no quiero, pero disputárselo a un fantasma no es mi idea de pasar la noche de muertos. De todos modos, ya lo leí.

»Al llegar a casa nos despedimos, él se fue a llevar su compra y yo entré a mi cuarto. El libro estaba ahí, sobre la pila de materiales de mi escuela. Lo tomé con cuidado, como si me diera miedo dañarlo. Al pasar sus hojas sentí que me pertenecía. Ahora apareció su verdadero dueño. Tengo que devolverlo. No está bien que me quede con lo que no es mío.

»Esa tarde, antes del crepúsculo, metí el libro en una bolsa de plástico, lo sellé todo con cinta adhesiva, de esa gruesa que usan en paquetería, lo metí en otra bolsa, que también sellé con cinta y me fui a un terreno baldío cerca de casa. Ahí, debajo de un árbol, escarbé un agujero en el suelo, puse el paquete y lo enterré muy bien, hasta estar seguro que nadie lo notaría. Luego coloqué unas piedras grandes encima de él, de tal manera que no se desenterrara por accidente o por algún animal que escarbara ahí.

»Por la noche dormí profundamente. Descansé con placidez. Hasta hoy no me ha vuelto a despertar esa sensación. No sé si es cierto que era el libro o tal vez la fecha. Hace un año que no sucede nada. A ver qué pasa hoy. Espero dormir bien, porque si se repite la situación ya no sé qué podría hacer.

Cuando Felipe terminó de contarnos su experiencia todos irrumpieron en comentarios, tratando de dar su opinión al mismo tiempo. Minutos después el silencio fue impuesto por los deliciosos tacos de relleno negro que empezaron a aparecer en la mesa, de mano de las señoras que estaban en la cocina. La abuela fue la primera en ser servida. A su edad todavía comía como cuando tenía 20 años.

Así, entre comentarios, risas y anécdotas, pasó la tarde y cada quien se retiró a su casa. De Felipe no he sabido aún cuál fue el desenlace. Un mes más tarde, cuando nos organizábamos para las festejar la navidad, alguien contó que le ofrecieron una pasantía en el extranjero y que se fue a estudiar a otro país. No hemos tenido contacto con él.


[1] En realidad, el pib es el agujero excavado en la tierra, que sirve como horno para cocinar los alimentos. De ahí que toda comida cocida en el pib se le llama pibil; la cochinita pibil, el pollo pibil, son cocidas en el pib. La terminación il es un locativo; en consecuencia, pibil se puede traducir como cocido en el pib.

[2] Chichí es abuela, en maya.

[3] En Yucatán, antiguamente, se le decía escarpa a la acera.

[4] Así se le dice, en maya yucateco, a Felipe.

[5] Janal Pishán es como se llama el altar que se levanta en los hogares durante los días de difuntos; por extensión también se dice así a esos días. La palabra janal es el verbo maya comer y pishán significa ánima, alma, así que janal pishán quiere decir «comida de las ánimas». Algunas personas discuten su forma de escritura, pues alegan que debe escribirse con h en lugar de j y con x en vez de sh. En realidad, la lengua maya no usaba grafías latinas, así que cualquier discusión sobre el tema es vana.

Si te ha gustado este relato y deseas leer otro similar te invito a disfrutar El Vestido.

1 comentario en “Día de muertos”

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