Fausto Manuel Franco Sosa
Luz no buscaba, huía. La casa, desde la desaparición de su madre, se había vuelto una caja de silencios rotos. Las palabras, como insectos petrificados, yacían en la boca de su abuela, endurecidas por el dolor. Aquella mañana, una discusión cortante como un fragmento de obsidiana había sido el último empujón, dejándola sin aliento y con el alma a flor de piel.
Se internó en el monte. El sol de Yucatán caía a plomo, calentando las piedras y agrietando la tierra. Sentía el pulso salvaje de la selva bajo las sandalias, el crujir de hojas secas, y en el viento, un llamado ancestral que vibraba en sus huesos. Llegó a la milpa abandonada, donde el aire era más denso, cargado de memorias. Allí, una piedra se alzaba con un símbolo antiguo, un espiral roto que parecía danzar con el sol.
Al tocarlo, el viento cambió su canto. No era el murmullo habitual, sino un silbido gutural, como una garganta ancestral abriéndose. Un estremecimiento, profundo e inexplicable, recorrió a Luz. Una ráfaga la empujó hacia una hendidura casi invisible, oculta por bejucos que parecían venas de la tierra. La oscuridad engulló el último rayo de luz. El aire se hizo pesado, con un olor a tierra mojada, a raíces milenarias, a misterio. Bajó por un pasadizo que se estrechaba, obligándola a encorvarse, a sentir el frío granito en sus hombros.
Finalmente, la cámara. No un simple hueco, sino un útero pétreo. Una vela de sebo centelleaba en el centro, proyectando sombras danzarinas. A su lado, un cuenco de agua que no temblaba, un pedazo de pan rancio, y una hoja de palma virgen con un carbón. Las paredes, cubiertas de glifos mayas, parecían susurrar secretos. Una frase, grabada más profundamente que las otras, la heló: V.I.T.R.I.O.L.
Una voz, sin eco, como una vibración que nacía en su pecho, flotó desde las sombras. «Escribe lo que te ata. Dibuja lo que anhelas.»
Luz tomó el carbón. Las manos le temblaban, pero la urgencia era mayor. Dibujó un nudo gordiano desatándose, una máscara de lágrimas cayendo, una silueta de mujer hecha de humo que se disolvía. Dejó el carbón, sintiendo el peso de los años en cada trazo.
La vela se extinguió, pero no la oscuridad. De ella emergió una figura menuda, un alux, cuya forma parecía tejida de luz lunar, con ojos que eran pozos de obsidiana inmutables. Su voz era como el roce de hojas secas en el viento.
«Has escrito tu liberación. Ahora, el camino se abre.» El alux la guió por un túnel que parecía respirar, hasta una roca lisa, pulida por el tiempo y el roce de innumerables vidas. Le tendió una concha de caracol.
Luz sopló. El aire vibró, una nota profunda, un bramido primigenio que despertó algo en la roca. La piedra vibró, se abrió, y de la hendidura brotó un hálito primordial.
El Corredor del Viento Salvaje:
«Sopla. Deja que el sonido resuene en las entrañas de lo que fue.»
El aire la golpeó como un puño invisible. Voces, un coro caótico, se arremolinaron a su alrededor. Sus propios miedos, sus culpas ocultas, sus dudas más íntimas, se manifestaron en risas huecas, gritos estridentes, susurros traicioneros. Eran los ecos de su mente, magnificados. Se aferró a la roca, los brazos en cruz, y aprendió a escuchar sin responder, a dejar que el vendaval de su pasado la atravesara sin arrastrarla. Aprendió a ser el ojo de su propia tormenta.
Las Aguas del Olvido:
La gruta se abrió a un cenote oscuro, un espejo negro de su alma. Sin aviso, una fuerza la arrastró. Cayó en el abismo gélido, rodeada de burbujas plateadas que parecían suspiros. Bajo el agua, la visión fue nítida: versiones de sí misma flotaban. La niña de trenzas riendo con su madre le provocó una punzada dulce; la adolescente rebelde, un eco de rabia; la sombra de su propio dolor, un estremecimiento helado. Extendió los brazos, no en resistencia, sino en un abrazo de despedida. Las figuras se disolvieron, como tinta en el agua, y ella subió, liviana, purificada, como una hoja nueva que emerge de la tierra. El alux la esperaba en la orilla, sus ojos de obsidiana más brillantes que nunca.
El Fuego de la Verdad:
El último umbral. No llamas, sino un calor inmenso, el sol cenital de Yucatán concentrado en el aire. La selva vibraba bajo un cielo de fuego. Cada paso sobre el suelo quemante era una plegaria, un sacrificio. El dolor era la prueba de su transformación. Entonces, un grito desgarrador, el nombre de su madre, brotó de lo más profundo de su ser, el grito que llevaba años ahogado. Una sombra danzante, etérea y familiar, apareció frente a ella. Era su madre, o la esencia de su recuerdo. Luz la abrazó. No había fuego, solo el calor de una reconciliación largamente esperada. No se quemó; se hizo parte del fuego, se fundió con él.

El Umbral Interior:
El alux la vendó con suavidad. Sus dedos, casi translúcidos, rozaron los de Luz, y sintió un escalofrío que no era de frío. «Lo que has visto fuera, búscalo dentro. Cierra tus ojos.»
Luz entró en el círculo de piedra, con la venda apretada. El silencio era absoluto, roto solo por el zumbido distante de insectos y el dulce olor a copal. Luego, tras los párpados, una luz tibia, blanca, no de este mundo, se expandió en su mente.
Se quitó la venda. El alux, sin rostro, su forma difuminada por la luz, le entregó tres objetos: un fragmento de obsidiana, liso y frío, testigo mudo de su fuego interior; una flor de ceiba seca, testimonio de su fragilidad y resistencia; y una hoja nueva de palma, escrita con la tinta que una vez fue carbón: Todo lo que busques, empieza en ti.
Luz no sonrió. Pero salió de la gruta. El sol le acarició el rostro, y esta vez, no quemaba, sino que la despertaba a un mundo recién nacido. Su paso era el de un cazador ancestral, el de un guerrero silencioso que ha encontrado no una respuesta, sino el camino hacia todas ellas. El zumbido de los insectos en la selva, antes un ruido, ahora le sonaba a una melodía antigua. La puerta, ahora invisible para el mundo, se había abierto dentro de ella.