Los reflejos de luz semejaban estrellas en el pavimento. Los primeros rayos del sol brincaban como hadas jugueteando con las gotas de rocío que acariciaban las hojas silvestres que se atrevieron a desafiar las grietas de asfalto. Aspiró con lentitud el aroma de la lluvia que durante toda la noche lavó la cara de la ciudad. Disfrutó el momento en que su piel se impregnó de la tenue luz del amanecer. Sus pasos lentos le dirigieron al pasado, cuando jugaba en los charcos después de cada lluvia, sin importarle los gritos cariñosos de su madre que le advertía de no ensuciar la casa. El agua al salpicar era parte de la diversión. El aroma del pan en el horno, los gritos de los pájaros buscando refugio entre las tonalidades de verde de la floresta, la alegría de la vida infantil, la seguridad que se siente cuando mamá está cerca. Sintió la euforia de la diversión mientras su mirada acariciaba la imagen amada de su madre que lo envolvía en ternura. A los ocho años el momento se percibe con los sentidos. Mientras la presencia materna se mantenga cerca todo es felicidad. Papá daba seguridad, comodidad, pero mamá era amor, vida. Su espíritu se solazó visitando el pasado feliz, el instante en que las últimas gotas de lluvia le acariciaron la piel mientras los descalzos pies chapoteaban en los charcos y las cálidas luces del día pintaban de colores el paisaje. Sus pasos lo regresaron al presente, al asfalto mojado bordeado por muros tapizados de puertas y ventanas cerradas. El ruido de los motores veloces compitiendo en la autopista de atrás de la esquina. Diría que es mentira que solo un muro divide una calle solitaria de una transitada vía de cuatro carriles. El sonido de los vehículos desesperados por llegar primero anida en todas las hendiduras de las paredes.
El húmedo calzado se detuvo frente a un pequeño bulto que se camuflaba con el gris del pavimento. Una bola de pelos quieta, indiferente ante el espectáculo que ofrecían las deslucidas nubes que se maquillaban de rosa mientras el sol esperaba su turno de obsequiar un arco iris matinal. Sus ojos no pudieron despegarse del animalito. Parecía dormido. Solo unas cuantas moscas madrugadoras revoloteando sobre el cuerpo delataban la presencia de la muerte cruel, infame. Se inclinó para verlo de cerca. Se le contrajo el estómago, el aire abandonó sus pulmones y la tristeza melancólica que tan bien se lleva con la soledad invadió cada célula de su cuerpo. Sintió pena por ese cachorro de gato que yacía ahí sin nadie que le haya acompañado en sus últimos momentos, sin ayuda para soportar su dolor. Murió en el más absoluto abandono, como basura. ¿Cuánto tiempo estuvo gritando para llamar a su mamá? ¿Cuánto tiempo esperó la figura amada de su progenitora? ¿Cuánto tiempo padeció la soledad, el dolor, el miedo, antes de que las alas del vacío eterno lo llevaran al sueño profundo del que no se despierta jamás? No podía apartar la vista del pelaje, sus botitas blancas resaltaban entre la gama de grises. El húmedo amanecer no osó penetrar el espacio entre ellos, se fundieron en ese abrazo intangible que se dan la vida y la muerte, en esa comunicación del último adiós al cadáver del ser querido, en ese momento eterno cuando uno comprende que ya todo terminó, que no hay después. Las gotas de rocío se asomaron por las comisuras de los ojos, resbalando sobre las mejillas sin saber si era por el cadáver o por su propia soledad. El mundo desapareció, todo se pintó de gris, solo estaban el cadáver y él. No hay tiempo, no hay espacio, no hay más que el ser uno con el todo. Miró de frente su humanidad, con su carga de dolor, ira, muerte, destrucción, con la falsedad de sus promesas, placer, redención. Miró la eternidad, la acarició y la dejó ir. El gato abrió los ojos. Ambos se lanzaron la mirada de resignación que tienen los condenados cuando caminan hacia el patíbulo. Sintió el gélido aliento de la eternidad; el cruel abrazo de la soledad acarició su alma mientras la voz cálida de su madre se perdió en la lejanía. Se estremeció, estaba todo mojado, pero no se movió, no dejó de mirar el cadáver. En algún lugar una mamá angustiada buscaba a su cría. Pensó en la desesperación de tener que alimentar otros cachorros y sufrir por el desaparecido. Nadie le dijo que ya no lo vería más. No es natural que los hijos antecedan a sus padres, no hay dolor más terrible que el de perder un hijo. Por mucho tiempo que pase, por muchos hijos que se tengan, siempre el ausente seguirá siendo una herida abierta, el dolor que más duele, el recuerdo que siempre se recuerda. No importa quién llegue, no importa quién se vaya, él seguirá presente, en cada latido, doliendo como el primer momento. Por eso las guerras son irracionales, porque los hijos van primero que sus madres. Solo el ser humano pudo inventar semejante perversidad para causar dolor a las madres. La vida se abre camino y la muerte la acompaña. Son las dos caras de la misma moneda. Morir-vivir, el resultado siempre es el mismo.
Levantó la cara, empezaba a llover. Tenía que darse prisa para no perder el autobús, no quería llegar tarde al trabajo. Veinte años y nunca había llegado tarde. Continuó su camino, de prisa, como cada día. Justo a tiempo, el autobús y él llegaron al paradero en el mismo momento.
—Buenos días, usted como siempre muy puntual —saludó el chofer.
—Buenos días. Ya pronto me jubilaré y podré descansar —respondió.
Se acomodó en su asiento y dejó la mirada vagar por el paisaje gris. Todo igual, no hay cambio.
La vida sigue y la muerte le acompaña.
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