Mi intención al contar este relato es dejar claro lo que en verdad sucedió. Estoy al tanto de todo lo que se dice de mí en las redacciones, en especial después de esa noche; por eso es que quiero aclarar las habladurías. El único límite que me he trazado es el proteger a los directamente involucrados, pero debo dejar claro por qué lo hice. No había forma de que alguien me detuviera.
En esa ocasión todavía estaba oscuro cuando me levanté, no me gustaba madrugar, pero fue imposible evitarlo. Para entrar a Uxmal en esa fecha tan especial, tenía que llegar muy temprano, ver salir el sol desde ese lugar.
Cuando los custodios permitieron el paso de los visitantes yo ya estaba dentro. No fue fácil lograrlo, había guardias militares desde la noche anterior, pero yo conocía el lugar. Lo había visitado antes, preparándome para ese momento. Llevaba una camisa verde, de manga larga; un pantalón de mezclilla, desgastado pero resistente; botas arriba de los tobillos, para trabajo rudo, que parecían esconderse debajo de la campana de los pantalones; una gorra militar de camuflaje y una mochila de la misma lona, en la que tenía un plátano y una manzana para el desayuno, junto con un jugo de esos que vienen en cajita. Para la comida había empacado una hamburguesa con carne y queso nada más, porque el tomate se descompone muy rápido y no me gusta la romanita. Un par de piezas de pan dulce para la cena y un termo de café, además de la cantimplora de agua. Metí con cuidado mi equipo de trabajo, era muy caro y no podía arriesgarme a que se rompiera o se deteriorara. Esperaba que no me descubrieran, podría perder miles de pesos en reponer todo el equipo, eso si salía con bien de la aventura. Además, para esperar tantas horas solo y escondido, metí un ejemplar de El Halcón Maltés, de Dashiell Hammett, porque me encanta la novela policiaca. Estaba preparado para mi primera misión. No podía fracasar, toda mi carrera estaba en juego.
Ese día solo se permitiría la entrada a oficiales del Estado Mayor Presidencial, militares, arqueólogos del INAH, personal de la embajada británica y periodistas acreditados, ya que la reina de Inglaterra y el Presidente de México compartirían una cena diplomática durante la ceremonia de inauguración del espectáculo de Luz y Sonido.
Dejé mi vehículo en el estacionamiento del hotel, para que no despertara sospechas, y caminé hasta la zona arqueológica. Rodeando el parador turístico pude encontrar una vereda que me permitió acercarme a los matorrales detrás del Cuadrángulo de las Monjas. Me acomodé en un pequeño claro bajo un árbol a esperar el amanecer, que no tardaría en llegar.
¿Qué diría Manolo si me viera? ¡Maldito!, por qué tuvo que irse, dejándonos cuando más falta nos hacía. Con todo el egoísmo que pudo encontrar se largó a perseguir su sueño. No se dio cuenta que lo necesito, me hacen falta sus consejos, su mano firme que me guía cuando no puedo elegir entre mis alternativas. Por él estudié la carrera, él me la sugirió, me dijo que la habían diseñado para mí, como traje a la medida. No es que me disguste, desde luego que disfruto lo que hago, pero sin sus consejos estoy perdido. No sé qué hacer.
Desde niños fue el líder, siempre seguro de sí mismo, siempre sabiendo lo que hay qué hacer, siempre marcando el camino. Él no conocía el miedo. Todos los niños del barrio lo respetaban y seguían. Cuando quería bañarse en un cenote armaba la excursión, con los que teníamos bicicletas, para ir hasta la base de la Fuerza Aérea, donde nos metíamos a través de un agujero que habíamos hecho debajo del alambrado de la cerca. Una decena de niños de diez u once años nos deslizábamos sigilosamente hasta el cenote que había en los terrenos que rodeaban las pistas. Nos ocultábamos de los militares arrastrándonos entre la maleza, como lo habíamos visto en la tele o en las películas de guerra. Era divertido sentir el agua fresca en la piel, nadar sin temor en el cristalino cenote, mirando arriba el agujero por el que nos deslizamos, colgándonos de las raíces de los árboles que buscaban la humedad subterránea. Salíamos cuando sentíamos hambre. Mojados, sucios, llegábamos a casa a comer. Mamá siempre nos regañaba, pero nada más. Luego nos enviaba a bañarnos de nuevo y al terminar ella ya había servido la comida, con su sonrisa tierna. Cómo sufrió mamá cuando él se fue, cuando nos abandonó por ese sueño de la guerrilla por los pobres. Lloraba en las noches, pensando que yo no la escuchaba, pero ya tenía edad suficiente para comprender su dolor. Eso no se lo puedo perdonar a mi hermano, es mucho el sufrimiento que causó al dejarnos.
Me mantuve escondido a la sombra de un frondoso Piich 1, cubierto por unos matorrales, cercano al Cuadrángulo de las Monjas, en la dirección del Grupo Norte, tratando de no llamar la atención. Había movimiento de gente por todos lados; sin embargo, donde yo estaba era parte del perímetro seguro, así que no me molestaron.
En los cuatro años que habían pasado desde que salí de la universidad tuve oportunidad de trabajar en un par de revistas de distribución nacional, pero nunca me había tocado una responsabilidad como esta. En la primera estuve como corrector. Era un trabajo arduo, porque muchos reporteros y colaboradores no saben o no quieren escribir bien. En ocasiones me tocaba reescribir todo su texto para hacerlo legible y luego se enojaban porque pensaban que yo les cambiaba la idea. En lugar de dar gracias por cuidar su prestigio profesional se enojaban conmigo.
En la segunda revista era el fotógrafo oficial de la sección de deportes. No estaba mal, me permitía asistir gratis a los eventos deportivos de todo tipo. Ocasionalmente me enviaban de viaje con todos los gastos pagados, siempre cerca de casa, para cubrir algún evento. Pero no es lo mío. Sé de fotografía porque lo estudié en la universidad, pero a mí me gusta el trabajo de reportero. Cubrir la noticia, escribir. Quiero escribir editoriales, artículos de opinión, hacerme un nombre en el medio. Ser columnista en la prensa nacional e internacional. Sé que estoy iniciando, pero pronto llegará mi momento. Lo tengo que conseguir.
La espera era larga, incómoda, pero tenía una misión que cumplir, no debía fallar. El temor de ser descubierto se hacía presente en cada sonido, en cada movimiento. Nunca ha sido buena idea esconderse del Estado Mayor Presidencial y de la Guardia Real Británica, tienen autorización para tirar a matar, y no dudan en hacerlo. El riesgo que corría era mortal. Mi familia sería la que más me lloraría. Mi madre no comprendería que mi trabajo era muy importante, que debía hacerlo yo, nadie más. Era su único hijo vivo. Ya había perdido a mi hermano en Guerrero. Dejó todo para irse con Lucio Cabañas 2 a la sierra, a matar pelones, como decía. Una tarde llegó un extraño con una carta. Aunque era un muchacho parecía un viejo. Flaco, desnutrido, con la piel curtida por el sol, cabello largo y despeinado, ojos tristes. Yo solo lo vi entregar un sobre a mamá, no alcancé a escuchar lo que decía. De pronto mi madre gritó y se puso a llorar, maldiciendo al personaje que, de pie en la puerta de la casa, no se movía ni reaccionaba. Fue papá quien la abrazó, la metió a casa y le dijo a esa persona que sería mejor que se retirara, que no era bienvenido. De esa manera nos enteramos que mi hermano había muerto a manos de los militares en un enfrentamiento, cerca de un pueblo de Guerrero que no recuerdo cómo se llama.
Estaba tan absorto en mis pensamientos que tardé en notar un cambio en el ambiente. Una nubecilla traviesa ocultó el sol por un instante, un aire frío se deslizó entre las hojas despeinadas de la maleza, cierta extraña inquietud me embargó. Miré por todos lados, para asegurarme que estaba solo cuando una voz infantil susurró mi nombre. Parecía venir de unas piedras dispersas bajo un majestuoso ceibo 3. Me asomé un poco, a riesgo de que me descubran, pero no logré ver a nadie, así que me acerqué hasta encontrarlo: era un niño de unos ocho o nueve años, vestido con camisa y calzón de manta, cubriendo la transparencia de sus infantiles intimidades con un cotín. Su sabucán colgado del hombro, su chúuj 4 al cinto y alrededor de la frente un impoluto paliacate. Cubría su testa de niño con un sombrero de paja que había visto mejores épocas, dándole a su rostro un aspecto de claroscuro que se antojaba misterioso. En medio de esa sombra brillaban los ojos negros como brasas del hogar campesino.
Me dirigió una sonrisa inocente y dijo: «A partir de las 5 de la tarde no podrás acercarte al Cuadrángulo 5, porque estará muy vigilado cuando llegue la Reina. Escóndete ahí, nadie te verá, ya está revisado y aprobado el sitio. Espera hasta el que el sol se esconda bajo la copa de los árboles. Cuando escuches a los sapos muucho’ob 6 clamarle a Chaac 7 por agua te asomas y la verás.»
El viento regresó, la nube cedió a los rayos del sol, la temperatura subió, el polvo me cubrió el rostro, obligándome a restregar los ojos, y cuando logré aclarar mi vista estaba solo de nuevo. No había rastro de él, no se le miraba por ningún lado. Por un momento dudé si había sucedido o fue producto de mi mente alborotada; sin embargo, por cualquier cosa, decidí hacerle caso.
Como pude me arrastré entre la maleza y las piedras. La campana de mis pantalones cargó con más tierra que la de una maceta. El color de mi camisa desapareció bajo la capa de polvo que me cubría, pero en ningún momento dudé. Tenía que llegar a como diera lugar. Lo único que me distraía por instantes era mi equipo, que cuidaba más que mi seguridad personal. Había varios miles de pesos invertidos en todo el instrumental fotográfico necesario, si algo lo dañaba arruinaría la oportunidad de mi vida y jamás podría repararlo.
Tarde casi una hora y media en avanzar unos cuántos metros, escondiéndome entre los arbustos, detrás de las piedras labradas, en un agujero entre las piedras, pero al fin me dejé caer en el piso interior de la estructura.
El miedo a ser descubierto me golpeaba el pecho, acelerando mi corazón hasta límites inimaginables. Ansioso esperaba ver aparecer en cualquier instante a los guardias apuntándome con sus armas y gritándome improperios.
Si a mí me pasaba algo el golpe sería mortal para mamá, pero no podía evitarlo, debía demostrar al mundo que no solo mi hermano era capaz de tomar decisiones importantes para su vida. Yo también era independiente y tenía la capacidad de hacer algo grande. No era el niño de mamá, no estaba oculto en casa, cuidándome para que el mundo no supiera que existo; al contrario, era el momento de que todos se enteren de que ahí estaba, de que iniciaba mi participación en la sociedad, de que sin importar las consecuencias yo estaba decidido a hacer historia.
Logré llegar discretamente a la quinta sala del edificio norte de las Monjas. Lo primero que me golpeó fue la oscuridad. Después de la fuerte luz del sol, la oscuridad invadió mi espíritu, alojándose en mi conciencia. Por un momento no percibí nada más, solo la negrura del momento. Mi piel se empezó a erizar, haciéndome notar la humedad, que le daba al ambiente un olor similar a la orina humana.
El silencio pesaba como todos mis pecados juntos y me impedía moverme. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para avanzar a la habitación del fondo y acurrucarme en el rincón más alejado de la puerta. Apenas podía respirar, ese olor me taladraba la nariz hasta llegar al centro de mi cerebro. Tenía claro que estaba respirando el olor de siglos de historia acumulados en los rincones, el olor de la ciencia de los mayas, el olor del dolor de la conquista, el olor del abandono de la colonia, el olor de la historia que manipulamos para no vernos mal ante el juicio de nuestra propia esencia indígena. Por eso la oscuridad lo cubría todo, porque no quería que nos enfrentemos al verdadero rostro de nuestra naturaleza humana. Cada centímetro que avanzaba podía sentir la distancia como un portal al pasado, a la sabiduría de esos hombres que convirtieron la piedra en flor. Me deslicé entre las habitaciones acariciando la humedad que emanaba de los muros, lágrimas de siglos que se impregnaban a mis dedos, ansiosos por ver regresar los momentos de gloria; anhelaban el triunfo de la ciencia de esos hombres que inventaron el cero, descubrieron el ciclo de Venus, comprendieron la organización del sistema solar, pero no fueron capaces de defender con éxito su cultura ante la ambición e ignorancia de la Europa imperial.
Cada piedra que dejaba atrás se quedaba con un pedazo de mi alma, que escapaba con mi aliento. El miedo de ser descubierto, el poderoso magnetismo de las charlas sostenidas entre esos muros, la incertidumbre del porvenir y la fuerza de los deseos me hacían dudar, pero cuando me detenía escuchaba la infantil voz que le hablaba a mi subconsciente: «no te detengas, tu hermano confía en ti. Sigue adelante, solo tú puedes hacerlo.»
Seguía deslizándome en la oscuridad, sobre siglos de dolor y abandono, centímetro a centímetro, pensando que así se debieron sentir los hombres que llegaron a Normandía aquel terrible día de junio de 1944.
Ahí estaba yo, solo, escondido en una rendija entre el pétreo pasado y el tecnológico futuro, sintiendo cada vez menos dolor por la fraternal ausencia. Ese era mi camino. Él siguió el suyo, sin dudarlo. Yo debía trazar el mío. Mi destino me esperaba, mis manos estaban listas para darle forma a mi destino. Nadie más que yo podía encontrar mi Shangri-La entre las cúspides de las dolorosas centurias atrapadas en la antigua tierra del Mayab. El tiempo se deslizaba como Kukulkán 8 desciende del templo de Chichén Itzá en el equinoccio, dándole forma a la historia para que cobre vida.
Me di cuenta de que ya no buscaba a mi hermano, ya no necesitaba verlo aparecer como ángel salvador para tenderme la mano y arroparme entre sus alas. De pronto empecé a sentir que mi espíritu anhelaba volar; que quería elevarme por encima de todo eso. El terrible dolor de la historia era superado por la magia del espíritu. El universo me llamaba. La voz infantil que me había guiado hasta mi meta se perdía en la lejanía, escondiéndose detrás del canto de las estrellas que arrullaban mis sueños.
Pude ver al sol hacer sonrojar a la tierra al aproximarse la oscuridad. La luna estaba pronta a abrigar con su brillo las coquetas luciérnagas que despertaban de la siesta vespertina para incorporarse al cabaret de la selva maya. Cada instante era para mí el mejor momento de salir a gritar mi libertad. Era libre, totalmente libre. No dependía de nadie. Mi senda debía ser trazada por mí paso a paso. Como el venado que avanza entre las ramas bajas y los arbustos, así debía yo transitar hacia el destino que yo mismo había definido.
Pude escuchar la voz de mi hermano musitar entre los susurros del viento ancestral. Mi corazón entendió su mensaje: «Solo tú eres dueño de tu camino. Te quiero hermanito.»
Ya no supe más, todo se volvió oscuro, sentí que me adentraba en los muros pétreos como lava ardiente en la superficie marina. Me costaba trabajo respirar, pero no tuve miedo, la paz inundaba mi espíritu.
La oscuridad se fue diluyendo. De las rendijas de los muros se deslizaban algunos rayos de luz que me permitían ver las diminutas motas de polvo flotando en el aire. La temperatura fue descendiendo, el polvo empezó a girar en torno mío, cada vez más rápido, la humedad adquirió un olor a café recién preparado, ese que tomábamos mi hermano y yo en la adolescencia, cuando platicábamos. Sentí que algo me apretaba el pecho. Se me dificultaba respirar. No podía mantenerme de pie más tiempo. El polvo brillaba intensamente, se condensaba, me aprisionaba. Abrí la boca tratando de inhalar más aire y no pude más, todo se volvió oscuro de repente.
Cómo salí de ahí, no lo recuerdo. Lo único que tengo en la mente es que, horas después estaba sentado en una silla de la oficina del redactor en jefe, a la espera de que el técnico saliera del cuarto oscuro con mi rollo revelado y las fotografías impresas. No tenía muy claro qué debía hacer.
—Excelentes fotografías. Hay un primer plano de la reina que no tiene precio. No entiendo cómo te pudiste acercar tanto. Estoy seguro que nadie logró algo como esto —La voz de mi jefe me sacó de mis cavilaciones.
—No fue sencillo, pero el que es profesional sabe hacer su trabajo —contesté, sin pensarlo mucho—. Me envían mi cheque a mi casa, por favor. Yo renuncio a partir de este momento. Tengo asuntos pendientes por resolver.
En la redacción todos se quedaron mirándome como si no dieran crédito a mis palabras, pero yo salí de la oficina sintiendo que el mundo era mío. Caminé hacia la puerta de salida, la abrí y dejé que el aire de la madrugada inundara mis pulmones. Saqué un cigarrillo de marihuana de mi bolsillo, lo encendí y me adentré en las calles vacías de la ciudad.
Al llegar a casa mamá me esperaba despierta.
—Lo sé. Tienes que hacerlo. No te preocupes por mí, estaré bien. Ve a buscarlo —me dijo con esa seguridad que solo ella sabía transmitir—. Cuando regreses, el día que eso suceda, estaré aquí, esperando tu llegada.
Y aquí estoy, en algún lugar de la Ciudad de México, esperando que salga mi transporte para Guerrero. Voy a buscar su tumba, a despedirme de él. Tengo que encontrarlo y darle paz. Después… Ya veremos dónde me lleva el espíritu de ese pequeño maya.
Te agradeceré mucho que dejes tu opinión sobre este relato en la parte de abajo, para ayudarme a escribir mejor.
Si te gusta lo que escribo te invito a que te suscribas a esta página y a mi fanpage.
Te invito a leer El Protector