TARDE ESCRITA CON HUMEDAD

La lluvia se había retirado sin estruendo, dejando tras de sí una respiración tibia de humedad y espejos líquidos. La ciudad entera parecía conteniendo el aliento, como si temiera interrumpir lo que acababa de nacer. Desde la ventana entreabierta de su cuarto, el joven se abandonaba a la liturgia tenue del mundo resucitado. Sus ojos, quietos pero absorbentes, navegaban cada silueta que surgía entre los charcos: un anciano con sombrero ladeado, una pareja fundida en un abrigo compartido, una mujer que arrastraba una bolsa mojada y un pasado probablemente irreversible.

En la pantalla del procesador de texto, el documento titulado “Archivo húmedo” seguía intacto. El cursor, un centinela de la espera, parpadeaba con una paciencia que rozaba la ironía. Había pasado horas sin escribir una línea. Más que una ausencia de ideas, lo que lo retenía era una grieta profunda entre el impulso y la forma, entre el deseo de decir y el vértigo de hacerlo. Todo en él era materia en ebullición, pero sin cauce.

La habitación, de una austeridad buscada, parecía contener apenas lo imprescindible para la supervivencia y la contemplación: un colchón sobre el suelo, un escritorio rescatado del olvido, una silla que apenas resistía la carga de una decisión, una lámpara cuya luz vacilaba con cada giro del ventilador. Las paredes, desnudas, llevaban consigo la caligrafía del tiempo.

Un crujido leve, quizá el roce de una llave, se filtró por debajo del umbral. Luego el silencio volvió a ocuparlo todo, pero con una textura distinta, más densa, como si alguien al otro lado de la puerta se negara aún a entrar. Cuando finalmente la puerta se abrió, lo hizo sin estridencia, pero no sin peso. La casera apareció con la naturalidad de quien no pide permiso al umbral. Él no se volvió: percibió su irrupción como un cambio en la densidad del aire, un perfume floral atenuado por la nostalgia, una vibración contenida en la atmósfera. Aquel aroma, que en otros días le parecía una nota de cortesía, hoy tenía una textura emocional: evocaba a su madre joven, los estantes de una biblioteca antigua, un tacto que nunca se dio.

Ella se detuvo a unos pasos. Permaneció en silencio. Lo observó con esa mezcla de vigilancia y extrañeza que despierta la juventud ensimismada. Su vestido, de tela sobria, se ajustaba como una segunda piel deliberadamente olvidada. Los años habían trazado su silueta con una dignidad sensual; su presencia era la de una belleza que se había hecho resistente a los embates del tiempo. El cabello recogido dejaba ver el cuello largo y limpio, la piel apenas vencida en los pliegues, las manos firmes, de dedos largos, como si tocaran todavía algo que ya no estuviera allí.

—La renta —dijo, como si recuperara un recuerdo leve—. Mañana es primero.

El joven asintió sin despegar la vista de la ventana.

—Lo sé. Aún no tengo todo. Estoy esperando… algo.

Ella no replicó. Afuera, un automóvil rompía la imagen especular del cielo en los charcos. Dentro, el silencio adquiría peso.

—A veces —musitó ella, con voz que parecía prestada de un sueño—, uno puede pagar con lo que lleva dentro.

Él giró apenas. No la miró de frente, pero sus pupilas se encontraron con las de ella en el vidrio. Nadie habló. Ella se aproximó al escritorio como quien inspecciona el progreso de una conversación tácita.

—¿Estás escribiendo algo?

—Estoy… en tránsito. Entre lo que imagino y lo que me atraviesa.

Ella posó la mano en el respaldo de la silla. No llegó al contacto, pero la cercanía tenía un calor que emanaba más del deseo que de la carne. Era un calor antiguo, como el que desprende la idea de un abrazo no dado.

—¿Qué ves desde aquí?

—Fantasmas que aún no saben que existen. Gente que ignora que está siendo soñada. Hoy vi a un hombre despedirse de una mujer como si fuera la última vez. Quizá lo era. O quizá sólo lo era para él.

Ella sonrió. Era una sonrisa donde convivían la nostalgia y una corriente de deseo apenas contenida.

—¿Y yo, qué sería en tu historia?

Él no contestó, pero levantó la mirada. Esta vez, sin filtros. Sólo ella.

La luz del ocaso, ahora más baja y más dorada, pareció volverse sólida por un instante. No sólo delineó los contornos de su vestido o la curvatura de sus dedos: pareció suspenderse entre ellos, como un velo caliente que separaba el antes del después. El petricor seguía suspendido, acompañado ahora por un aroma más grave, íntimo, mezcla de memoria, piel y conjetura.

Ella no se alejó. El ventilador giraba con la solemnidad de un rito. El tiempo, adentro, comenzó a perder sus bordes.

No hubo escena visible. O sí, pero ninguna certeza la selló. Ninguna palabra cruzó el umbral, o todas se dijeron sin voz. El cuarto se fundió en una penumbra espesa.

Minutos, o tal vez una eternidad contenida, después, ella salió sin premura. Se acomodó un mechón frente al espejo del pasillo. Cerró la puerta con un gesto que parecía contener más de una historia.

En la pantalla, un documento titulado “La mujer de la lluvia” mostraba párrafos recién nacidos. El cursor ya no parpadeaba: avanzaba.

El joven volvió la mirada hacia la ventana. La ciudad, lavada, seguía entregándole personajes. Dentro de él, algo se había deslizado al otro lado de la página.

Y la historia, como si siempre hubiera estado allí, acababa de comenzar.

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