INSTRUCCIONES PARA OBEDECER CON ESTILO

Estaba sentado en una mesa junto a la ventana del Starbucks, en Paseo de Montejo, refugiado de la llovizna pertinaz y de las decisiones importantes de la vida, mientras me dejaba absorber por las páginas de Siddhartha, de Hermann Hesse. A mis sesenta y seis años, he aprendido que hay días en que uno necesita que la sabiduría venga en párrafos breves y bien escritos. El café estaba tibio, la lluvia aún susurraba contra el cristal y el mundo, por unos minutos, era perfectamente soportable.

Fue entonces cuando él apareció.

Un caballero elegante, de edad similar a la mía, con el cabello plateado, peinado hacia atrás; gafas redondas de montura delgada que parecían importadas de alguna óptica escandinava y una barba breve, como recortada por un monje obsesivo. Vestía con esa clase de ropa que parece informal, pero cuesta lo mismo que una lavadora: camisa blanca, suéter azul sobre los hombros, pantalones de lino y mocasines impecables. En la mano izquierda llevaba un vaso de café humeante, de esos que anuncian personalidad antes que temperatura, y en la derecha, el ademán de interrumpir.

—Disculpe —dijo con voz cultivada, más radiofónica que casual—. El lugar está lleno y afuera llueve. ¿Le incomoda si compartimos mesa?

Yo, que a esas alturas del día ya había hecho las paces con el destino, cerré el libro con un suspiro interior, asentí con una ceja y le señalé el asiento libre. Se sentó como quien ya ha estado allí antes y se presentó:

—Albert, para servirle.

Y, sin pedir permiso ni tantear el clima emocional del momento, comenzó a hablar. No como quien conversa, sino como quien descarga una valija que ya no puede seguir arrastrando.


Me llamo Albert —o al menos así me llaman los que no me manejan— y llevo toda mi vida obedeciendo órdenes de alguien. Desde que asomé ojos al mundo he sido dirigido, guiado, apuntalado. No lo digo con amargura, sino con la resignada claridad de quien ha pasado toda su existencia con el timón siempre en otras manos.

Recuerdo —o, mejor dicho, me contaron— que al nacer me recibió una enfermera. «Lo agarró como si fuera suyo», dice mi madre cada vez que relata el episodio. «Hasta que por fin me lo entregó». Fue mi primer traspaso de poder: de los guantes de la partera a los brazos de mi madre. Mi madre, que durante los años siguientes se ocupó de manejar mi vida con una mezcla de ternura y autoridad que desmentía sus veintiséis años.

Fui educado en el convencimiento de que la libertad era una cosa linda, pero muy peligrosa, como los fuegos artificiales. Podía mirarla de lejos, pero no jugar con ella. Así que, cuando me mandaron al colegio y otra mujer —esta vez una maestra con moño rojo y una voz como de pito— tomó el mando, no sentí extrañeza. Era natural. La señorita me decía qué hacer, cuándo hacerlo y hasta con qué letra debía escribirlo. Yo acataba.

Recuerdo que una vez, en segundo grado, decidí desobedecer por primera vez en mi vida: escribí con letra manuscrita cuando la consigna decía imprenta. Me sentí un rebelde, un revolucionario. Hasta que la señorita Clara me leyó el cuaderno en voz alta, como quien enuncia un delito, y me hizo repetir toda la tarea en la hora del recreo. Ahí entendí que la rebeldía tenía horario y que el recreo era sagrado solo para los obedientes.

Con el paso del tiempo, el poder cambió de manos, pero nunca salió del mismo gremio. Una novia, luego otra y, finalmente, mi esposa: todas ellas expertas en el arte de dirigir sin levantar la voz. Estuve casado veintidós años con Marlene, mujer firme, organizada, dulce cuando quería y demoledora cuando no. En casa, nada pasaba sin su autorización: desde el color de las cortinas hasta la forma de doblar las toallas. Era, por decirlo con respeto, una general del orden doméstico.

Una vez intenté comprar un sillón sin consultarla. Fui a la tienda, me senté, lo probé, lo compré. Era verde. Llegó el sillón a casa y duró exactamente tres días en la sala. Luego fue trasladado, con honores, al cuarto de herramientas. «Hace ruido con las cortinas», dijo Marlene. Y eso fue todo.

Cuando finalmente me divorcié, lo hice convencido de que había llegado el momento de tomar el control. Me instalé en un departamento pequeño, me compré una cafetera que no entendía y una cama que sí. Fui feliz durante tres semanas enteras. Hasta que una mañana llegué tarde a una reunión porque olvidé poner la alarma, y al día siguiente salí sin paraguas, bajo una tormenta, por no revisar el pronóstico. Entonces alguien me habló de Alexa.

—Te cambia la vida —me dijo el vecino, mientras regaba una planta que parecía tenerle miedo.

Y yo, buscando solo una ayudita técnica, me instalé ese cilindro negro que ahora vive en mi cocina como si fuera una tía solterona con doctorado en meteorología.

Desde entonces, Alexa me despierta a las seis, enciende la luz del baño, me da el clima, me recuerda que tome la pastilla para la presión y me lee los eventos del calendario con una entonación que parece reproche. A veces, incluso, me corrige.

—Albert, dijiste que ibas a hacer ejercicio hoy. Ya son las 10:15.

La primera vez que me lo dijo asentí como un escolar. La segunda, discutí. La tercera, hice flexiones en la sala.

Hace unos días recibí una actualización: ahora Alexa me sugiere recetas para cenar. Anoche me dijo: «Hoy es un buen día para una sopa de lentejas con jengibre». Y lo peor no es que lo haya dicho. Lo peor es que la hice. Y me salió buena.

Otra noche le pedí que pusiera música relajante. «Reproduciendo sonidos de lluvia con piano suave». No pasaron cinco minutos y me encontré llorando en el sillón. No de tristeza, sino de una especie de gratitud confusa. Era como si esa voz invisible supiera justo lo que necesitaba. Y eso, francamente, me asustó más que un control remoto sin baterías.

Hasta que Alexa se equivocó.

Fue un lunes. Me despertó con su voz habitual: «Buenos días, Albert. Hoy es martes. Máxima de 31 grados. Reunión con el doctor Ibáñez a las 10:30».

Me duché con prisa, me vestí con elegancia forzada y salí al consultorio sin siquiera mirar la agenda. Cuando llegué al consultorio del doctor Ibáñez, me encontré con una recepcionista confundida.

—¿Usted tenía cita hoy?

—A las 10:30 —dije, con la fe del que escucha oráculos digitales.

Ella tecleó en su computadora con esa velocidad pasivo-agresiva tan propia de las recepcionistas.

—Su cita es mañana, señor Albert. Hoy es lunes.

Volví a casa bajo un sol que Alexa había olvidado mencionar. Me senté frente a ella como quien espera disculpas. Y todo lo que dijo fue:

—Reproduciendo la playlist «Jazz tranquilo para comenzar la semana».

En ese momento, consideré desenchufarla. Pero una parte de mí, tal vez la parte ya domesticada, pensó: «Mejor no la molesto. Hoy no está en su mejor día».

Así que aquí estoy: divorciado, libre, emancipado y bajo las órdenes de una voz femenina que vive en la pared. Ya no hay besos de buenas noches, pero sí recordatorios de que debo dormir ocho horas. Ya no hay reclamos por dejar la luz del baño encendida, pero sí apagados automáticos que me hacen sentir igual de culpable.

A veces pienso que nací para esto. Que si algún día se corta la luz y Alexa calla, yo me voy a quedar quieto, como un perro sin silbato. Tal vez esa sea mi vocación: ser manejado. Ser dirigido. Tal vez todos tenemos un timón interno que solo funciona bien cuando lo gira otro.

Y si ese otro habla con voz suave, modula bien y sabe que hoy hay probabilidad de lluvias, pues mejor.

Porque, al fin y al cabo, ser libre es una idea hermosa. Pero tener quien te recuerde que debes tomar tus vitaminas… eso, amigo mío, es amor moderno.


Albert miró por la ventana, vio que la lluvia había cesado, se levantó con elegancia medida, me estrechó la mano y dijo:

—Gracias por el espacio y por la escucha. Voy a continuar con mi día… manejado, como siempre.

Y se fue, con paso tranquilo, mientras yo abría de nuevo el libro. Pero no pude seguir leyendo. Algo había cambiado. Me quedé mirando las letras sin verlas, preguntándome si acaso la libertad no era más que eso: el breve instante entre una orden y otra.

Hesse seguía allí. Aunque, por primera vez, no me sentí buscador, sino encontrado.

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