EL OKUPA Y LA SEÑORA LUPITA

A la señora Lupita no le gusta la guerra —ni entre países, ni entre vecinos por el estacionamiento, ni la guerra silenciosa de las galletas que se esfuman misteriosamente de la alacena—. Pero lo que más detesta es que le declaren una contienda sin previo aviso en su propio hogar.

Todo comenzó un martes. Y ese martes lo recuerda con cariño porque puso una lavadora con aroma a primavera —y, como se sabe, los martes primaverales son sagrados para la paz doméstica—.

El invasor, sin embargo, no respetó tratados ni tradiciones. Apareció de improviso, tan sigiloso como un rumor, más veloz que un chisme, tan taimado como un cobrador de impuestos que nunca llegó al cobro. Era un ratón. Pero no uno cualquiera: parecía un graduado en espionaje. No dejaba huellas, no emitía un solo chillido, y si alguien decía haberlo visto, nadie sabía si era un espejismo provocado por el cansancio o una ilusión inducida por el resplandor del piso pulido al mediodía.

Lupita, mujer de temple y trapero en mano, decidió actuar. No estaba dispuesta a que el roedor ocupara su casa como si fuera un condominio vacacional. Puso veneno. De varios colores: uno azul, otro rosa, y uno más que brillaba en la penumbra —por si al pequeño le apasionaba el turismo nocturno.

Pasaron los días. No hubo rastros. Lupita se convenció —con la esperanza tranquila de quien limpia y barre el mismo rincón tres veces— de que había ganado la batalla. E incluso dejó una ventana entreabierta, como gesto de reconciliación con el reino animal, para que el espíritu del roedor —si es que tenía uno— pudiera marcharse en paz.

Pero no. El martes siguiente, mientras desempolvaba unos cojines bordados con flores de Oaxaca, lo vio: ahí estaba el muy cínico, husmeando el zócalo con la dignidad de quien evalúa si cabe una maceta nueva en la sala. Lupita gritó —no por miedo, sino con la indignación de una mujer que ve irrespetada su propiedad. ¿Cómo era posible que, después de todo, ese pillastre siguiera ahí, tan campante, regordete y con probable programa interno de rutas residenciales?

Desde entonces, Lupita no descansa: ha colocado trampas propias de una película de espías; cierra puertas con estrategia militar; reorganiza muebles como si fuera a recibir al presidente en audiencia. Y, aun así, el diminuto okupa persiste, invisible pero presente, como las promesas de campaña.

Pero Lupita no claudica. Porque si algo domina —además de los chiles en nogada— es el arte de defender su territorio. Y si hay que escribir al Consejo de Seguridad de la ONU para resolver esto, lo hará. Mientras tanto, sigue con su rutina, platicando con amigas, cuidando el jardín, y manteniendo firme la guardia: vigilante ante el siguiente movimiento del ratón.

Al fin y al cabo, una cosa es la hospitalidad mexicana… y otra muy distinta es tolerar que un ratón se instale como terrateniente sin pagar renta.

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